26 mayo 2006
17 mayo 2006
Compartiendo impresiones: Wing Commander
En muchos casos se trata de gente que sencillamente no gusta del subgénero en cuestión, en éste caso el cine de CF en su variedad space ópera. No hay en ello ningún misterio, pues. Sin embargo, algunas películas pasan sin pena ni gloria entre gente que, en cambio, va al cine y luego celebra, colecciona y mima el recuerdo de otras, algunas veces sin motivos (pero esto, claro, son apreciaciones personales) y otras con ellos. Me viene ahora a la memoria el caso de Pitch Black, película ciertamente lograda y celebrada entre otras cosas por un cierto minimalismo estético, y a partir de la cual los aficionados construyeron toda una pequeña subcultura con fenómenos tan particulares como las Pitch Black Rave Parties
Bien, pues éste es uno de esos casos en que maldita sea si lo entiendo. Conozco a aficionados al género que sencillamente no han oído hablar en su vida de Wing Commander, o han pasado de largo en las estanterías de un video club sin plantearse siquiera de qué iría. Muchos han oído hablar del juego del mismo nombre, y dado lo visto últimamente en este campo han optado por pasar. Y de ir al cine ya ni hablamos.
Y quizá acabo de poner el dedo en la llaga...
Los aficionados a su vez han reaccionado en función de sus propias ideas al respecto. Para aquellos que opinan que todo lo bueno del cine procede de la literatura, el proceso de adaptación de ideas de orígenes "menores" ha supuesto una cierta bastardización que ha mermado puntos al género a sus ojos. Incluso cuando hablamos de ciencia ficción -es decir, de un género que en buena medida nació en forma de revistas baratas -nos encontramos con esta prevención. Si encima hablamos de argumentos y personajes sacados de los videojuegos, que al fin y al cabo son escapismo puro y duro, no es de extrañar que se levante más de una ceja. Si a eso le añadimos que las adaptaciones de personajes y argumentos de videojuego al cine no han sido precisamente brillantes -aún me rechinan los dientes por la espantosa Doom -nos encontramos con que mucha de la gente que ama el género en la pantalla y además acepta el space opera como representante válido del mismo se mueve con más precaución que una abuela operada de cadera en un almacén de aceite cada vez que alguien intenta convencerles para que vayan al cine.
Corría el año 1990 cuando un tipo joven (¿quien no lo era?) sacaba al boyante mercado de los videojuegos para PC un invento llamado Wing Commander. La creación de tarjetas gráficas cada vez más potentes estaba permitiendo por primera vez juegos donde los objetos no fueran manchas casi irreconocibles o líneas de colores, y los juegos de Star Wars basados en la saga de Lucas eran el enemigo a abatir en las estanterías de los nuevos juguetes tecnológicos.
La novedad de Wing Commander no estribaba sólo en un potente software y un aprovechamiento eficaz de las nuevas posibilidades gráficas. Chris Roberts había creado todo un universo en torno a la idea de un juego de naves combatiendo en el espacio, ya que él no tenía unas películas universalmente conocidas en las que apoyarse. Necesitaba un universo coherente y un argumento potente, y lo encontró en las corrientes clásicas de la ciencia ficción cinematográfica y literaria. En Wing Commander la humanidad, aunque extendida por el espacio, estaba siendo atacada por una raza extraterrestre, los Kilrathi, en cuya apariencia gatuna y comportamiento agresivo muchos lectores de genero quizá puedan reconocer -en espíritu y otros rasgos, pero los Kilrathi no tienen su hermoso pelaje naranja -a los Kzinti de Mundo Anillo.
De modo que me arriesgué. Como bien dice una amiga, somos frikis y estamos orgullosos. Y además, somos audaces...
No, no me he vuelto loco. De hecho, los guiños son una de las cosas que hacen que la película logre metérsete dentro. Pero no adelantemos acontecimientos...
En ese Pearl Harbour espacial, un grupo de combate Kilrathi ataca por sorpresa un asteroide base de la flota de la Confederación Terrestre que protege el acceso a la tierra a través del llamado Corredor Ulises (sí, los nombres son clásicos, irresistiblemente sonoros). En el asteroide - llamado Pegasus -hay un Navcom, y al apoderarse de él los Kilrathi adquieren las coordenadas de salto exactas para alcanzar la Tierra. A lo largo de la película vamos descubriendo retazos de la historia de la Confederación: cómo la humanidad salió al espacio guiada por un grupo de seres humanos -los Peregrinos -dotados con habilidades especiales para la navegación entre las estrellas; cómo éstos acabaron considerándose superiores al resto de la humanidad, la guerra civil que siguió, la invención de una IA capaz de hacer los mismos cálculos intuitivos de los Peregrinos y que es una de las máquina que los Kilrathi acaban de robar...
Durante la siguiente hora y media la situación, planteada prácticamente en tiempo real, no puede ser más dramática. La flota principal de la confederación se encuentra a 42 horas de la Tierra. Los Kilrathi, navegando con el Navcom, se encuentran a sólo 40 horas de su objetivo. La suerte del planeta depende de ese lapso de tiempo. Si los Kilrathi no son retrasados de algún modo, la flota de la Confederación llegaría a una roca devastada y en ruinas.
La única posibilidad de la flota confederada reside en el Tiger Claw, un viejo crucero de combate con escolta de cazas que patrulla el sector Vega, y al que llegan, con el dramático mensaje, dos jóvenes pilotos de la academia y un andrajoso capitán de un mercante requisado.
Quede bien entendido que la película no es ninguna obra maestra. Ganaría enormemente sin la historia de amor para adolescentes que incluye a ratitos (pero eso ocurre con tantas películas que resaltarlo sería casi injusto). El rollo de las conversaciones trascendentes y contarse las respectivas historias para que se vea cuanto han sufrido en la vida cada uno de los protagonistas también podrían haberselo ahorrado, porque empezó a hacerse viejo cuando Jhon Ford rodaba La Patrulla Perdida. En fin, que la película tiene los tópicos de turno, y encima tiene a Freddie Prinze Jr., uno de los entes más insufribles que jamás hayan poblado pantalla alguna.
Ahora bien, tiene otras cosas. Multitud de cosas. Para empezar, tiene un ambiente oscuro, casi siniestro, que casa perfectamente con una ambientación sucia, funcional, que recuerda poderosamente a los enfrentamientos navales de la Primera Guerra Mundial, con naves de gruesas planchas de acero llenas de manchas de aceite, marineros con gorros de lana y puentes de combate de techos angustiosamente bajos, llenos de cables, tubos y luces parpadeantes. El diseño de producción, obra de Peter Lamont (Titanic) es sencillo, casi espartano, pero original y efectivo, dotando a la película de un estilo propio. Hay un cierto aire british inspirado en principios del siglo XX que se inicia ya con la introducción y que de algún modo imprime un carácter romántico a la película (empezando por su título, ya que un Wing Commander es un oficial que los británicos introdujeron en los inicios de la guerra aérea como innovación táctica).
Como dije al principio, la trama sabe explotar recursos dramáticos que al público le son familiares, si bien transformándolos y adaptándolos al nuevo entorno de lo que se narra. Así, el ataque inicial es claramente un Pear Harbour espacial, mientras que a lo largo de la película la Tiger Claw vivirá instantes de tensión dignos de una buena película de submarinos al esconderse en la oscuridad de los asteroides de una flota Kilrathi que irá lanzando "cargas de profundidad" para localizar a la nave. Es de destacar también que los alienígenas aparecen muy brevemente a lo largo de la película, siendo su amenaza un recurso más eficaz que su presencia evidente, a pesar de lo cual las pocas veces que se los ve enteros producen una curiosa sensación de otredad contradictoria. Y por supuesto, siempre estarán sus naves, protagonistas de emboscadas y ataques por sorpresa, abordajes y viejos trucos de navegante que la ciencia ficción clásica nos había mostrado más de una vez como concesión a la aventura en el espacio, y que la película no tiene inconveniente en incorporar casi con gozosa insolencia.
Otro aspecto a destacar de la producción son sus efectos especiales. Basados en su gran mayoría en gráficos generados por ordenador, resultan más sorprendentes por su estilo y la forma novedosa de montaje y planificación con la que se los utiliza que por su innovación técnica. Los combates en el espacio, a menudo contemplados desde diversos puntos de observación subjetivos -las naves combatientes, pilotos derribados que ven la acción de lejos, puentes desde los que se dirige la batalla -son de un efectismo impresionante. La animación gráfica, favorecida por el ambiente oscuro de la película, se ve complementada con acciones en sets y escenarios a tamaño natural que apoyan las secuencias de combate con actuaciones realistas y que probablemente hayan sido más influyentes en la CF visual de los años siguientes de lo que muchos admitirían. El comportamiento natural y competitivo de las piloto femeninas -sobre todo de la Teniente Forbes, interpretada por Ginny Holder -probablemente está en el origen del carácter conflictivo y la arrogancia de combatiente de la nueva Starbuck rubia de Battlestar Galáctica. Por no hablar de algunas coincidencias estéticas con la nueva serie bastante evidentes, como la nueva Galáctica decrépita y oscura, con sus sucios talleres casi calcados en ambientación a los hangares de la Tiger Claw, e incluso el diseño de los cazas cylon, literalmente clonados de los cazas Kilrathi (habría que preguntarse si la implicación de Todd Moyer, productor de la película, en el proyecto original de la nueva Battlestar Galáctica tiene algo que ver con tanta casualidad...).
Pero lo que la película tiene es, sobre todo, ritmo, lo cual, teniendo en cuenta la falta de experiencia de Roberts en el cine, es sorprendente. Particularmente en las escenas de acción y combate, lo mejor de la película sin duda. En cuanto a las actuaciones, Tchéky Karyo, Jürgen Prochnow, David Suchet y David Warner -¿alguien se ha dado cuenta ya de que éste hombre sale en casi todo, al menos si hablamos de cine fantástico? -son lo mejor de la película, y lo único que estropea sus actuaciones es que tengan que compartirlas con los abominables "jovenes pilotos" que se supone que la protagonizan.
Es, en suma, una película para disfrutar como una enano y pasar una emocionante hora y media con una más que digna serie B que deja bastante atrás en interés a muchas superproducciones de alto presupuesto que, adoleciendo de los mismos lugares comunes que hoy parecen inevitables en el cine, resultan bastante más aburridas.
Ah, y no sale la bandera americana. Ni una sola vez.
Hay, en suma, una escena que define perfectamente lo que me gusta de ella, lo que en su día me entusiasmó y me ha hecho recordar la experiencia en DVD y compartirla en esta entrada.
Se trata de un momento de la película en el que la Tiger Claw combate a la desesperada con dos naves Kilrathi que la superan en potencia de fuego, y en lugar de alejarse se aproxima a una de ellas, y al grito del oficial al mando de "¡Lánceles una andanada, señor Gerald!" dispara sus tubos laterales de torpedos casi a bocajarro.
Hay aún un niño dentro de mí, que no está enterrado muy hondo, y que saltaba sobre los sofás de casa de sus abuelos, incapaz de contener la emoción que le provocaban los cañoneos y abordajes de Errol Flynn en Capitán Blood mientras en el mundo real transcurría alguna lluviosa y gris tarde de invierno. Ese niño casi me hizo aplaudir en el cine al ver la escena de la andanada del señor Gerald. Me preocuparía si algún día dejara de estar ahí.
10 mayo 2006
Gracias y buenas noches, Mister Galbraigth
Porque el día uno de mayo -curiosamente, el Día del Trabajo -supe que nos había abandonado John Kenneth Galbraight.
Y sin embargo este hombre me hizo reflexionar. No voy a decir que me haya llevado a una cierta madurez de pensamiento porque no sería verdad. Pero hizo mucho más que otros más cercanos por conseguirlo.
Supongo que por eso terminé fijándome en la estantería de libros de mi padre. Su principal contenido era una enciclopedia temática, y ya la tenía algo tocada. Acabé pegándole un repaso a la ingeniería moderna, donde proponía el uso de energía nuclear para voladuras controladas (la gente que escribía aquello estaba como los salvajes, pero yo miraba las paredes del piso y no me parecía tan mala idea). Y entonces acabé en la colección dedicada a la economía, una compra reciente. Eran unos libros de tapas duras y piel marrón, manejables, nuevecitos. Me llamó la atención uno titulado El gran Crack del 29.
No sé si es que me pilló en el momento oportuno o qué, pero yo disfruté como un enano. Adultos haciendo estupideces, adultos engañándose a sí mismos y a los demás, adultos mintiendo todos a una, caos, pánico, hipocresía, señores de traje saltando desde los rascacielos de la Quinta Avenida. La caña en verso. Aquello era casi tan bueno como Yo, Claudio. Leí algunos otros títulos, pero tengo que confesar que me decepcionaron en comparación.
El hombre que había escrito aquél libro se llamaba Jhon Kenneth Galbraigth, y había nacido en 1908 en Canadá. Licenciado en Economía Agrícola en Toronto y Berkeley había pasado luego a enseñar en Princenton, Cambridge, Bristol y California, y desde 1949 era profesor en Harvard. En Cambridge había conocido al gran economista británico Jhon Maynard Keynes, ideólogo de una economía más social, una idea nacida del humanismo y del rechazo a los errores que habían provocado la ruina del 29. Keynes era defensor de un control eficiente por parte del estado de los grandes barones del capitalismo y de sus intereses particulares, que habían llevado al mundo a una catástrofe económica y a dos guerras mundiales en unos pocos años. El economista inglés -que estaba detrás de muchas de las iniciativas que Roosevelt puso en marcha en su New Deal para sacar a los Estados Unidos de la crisis de entre guerras -era brillante como teórico, pero no resultaba nada claro para los no iniciados.
Galbraigth se propuso cambiar eso, y en la década de los cincuenta inició una carrera como escritor orientada a divulgar la economía de un modo compreensible para las gentes cuyas vidas iban a ser gobernadas por ella sin su consentimiento. El libro que yo había leído era de 1954. Quise leer más libros suyos, y ante la atónita aprobación de mi padre -en su opinión yo siempre perdía el tiempo "leyendo cosas raras" -descubrí además una serie de televisión de la BBC, La Era de la Incertidumbre que la 2 había empezado a emitir. La serie tampoco me defraudó. Siguieron títulos -ya en libro -como El Capitalismo Americano, La Sociedad Opulenta, El Nuevo Estado Industrial, Historia de la Economía y La Cultura de la Satisfacción.
De Galbraigth aprendí muchas cosas. Fijó en términos concretos el viejo principio filosófico de que nada humano debería sernos ajeno. Explicó cómo los hijos de las naciones saqueadoras de hoy que miran hacia otro sitio ante el sufrimiento ajeno podrían mañana ocupar el lugar de los que se mueren de hambre. Reflexionó acerca de cómo la defensa de los desfavorecidos es, en ultima instancia, un requisito indispensable de nuestra propia supervivencia como civilización. Postuló que la libre competencia a menudo no es tan libre, que hay minorías capaces de orientar las políticas de los estados más poderosos para llenarse los bolsillos, y que a menudo el dinero de nuestros impuestos pasa directamente a llenar las arcas de algunos oligopolios que han conseguido convencer a la población, a través de su dominio de los medios de comunicación y de sus intelectuales de pago de que no existe una forma diferente de hacer las cosas. Y me resultó especialmente lúcida - no olvidemos que yo viví la crisis de los ochenta en toda su crudeza, aunque con cierta suerte -su reflexión keynesiana acerca de que las épocas de crisis y alto paro son habitualmente bien recibidas por las clases con ingresos fijos -pensionistas, funcionarios -que de pronto encuentran revalorizado su poder adquisitivo por la existencia de un mercado laboral abaratado, ansioso por colocar su mano de obra como sea, lo que les permite arreglar aquella persiana o poner ese grifo que en tiempos de bonanza económica no se hubieran podido permitir.
Empecemos con la palabra capitalismo que parece pasada de moda. Hoy día lo correcto es referirse al sistema de mercado. Este cambio minimiza, e incluso borra, el papel que juega la opulencia individual en el sistema económico y social. Y elimina ciertas connotaciones adversas que se remontan a Marx. En lugar de tener a los propietarios del capital o a sus empleados en el poder, lo que tenemos es el rol admirablemente impersonal del mercado. Es difícil imaginar un cambio semántico que beneficie más a los que disfrutan del poder que concede el dinero. Han conseguido un cierto anonimato funcional.
O esta otra verdad, tan simple como ignorada por los economistas (quizá por lo mucho que les beneficia):
Hace un tiempo el consenso era que el dinero confería a su propietario, al capitalista, control sobre la empresa. Este es el caso todavía en la pequeña empresa. Pero en todas las grandes empresas el poder decisivo lo ostenta una burocracia que controla, pero no posee, el capital requerido. Las escuelas de administración enseñan a sus estudiantes a navegar por estas burocracias, y es a éstas a donde los graduados de dichas escuelas se dirigen. Pero la motivación y el poder de las burocracias no son temas dignos de estudio para los economistas. La gestión empresarial existe, pero su dinámica interna no se estudia, ni se explica porqué determinadas conductas son recompensadas con dinero y poder. Estas omisiones son otra manifestación del fraude. Puede que no sea del todo inocente. Permite evadir ciertos hechos, a menudo desagradables: la estructura burocrática, la competencia interna, la autopromoción, y muchos otros.
Este fraude, inocente o no, oculta un factor de crucial importancia en la distribución de la renta: en la cima de las burocracias empresariales, la renumeración la fijan aquellos que la reciben. Este hecho impepinable no encaja bien en las teorías económicas ortodoxas, y por tanto se le ignora. En los libros de texto no existen ni las aspiraciones burocráticas, ni la acreección burocrática mediante fusiones y adquisiciones de otras empresas, ni la remuneración establecida por el recipiente. Ignorar todo esto constituye un fraude no del todo inocente.
Son adultos, se supone que ya no deberían creer en esas cosas...
02 mayo 2006
Enlaces, Webs y otras cosas veredes...
Cuando empecé con este proyecto que ocupa tu pantalla, amable visitante, coloqué algunos enlaces casi de repente, al tiempo que construíamos la plantilla con lo justo para empezar a funcionar. No sólo era un inexperto entonces creando blogs, lo era también en el terreno de las piquillas, componendas y jerarquías que se crean con esto de ser linkado. Como en todos los aspectos humanos, es éste también terreno abonado para olvidos, incomprensiones, silencios y pequeñas miserias.
Tengo que admitir que durante un tiempo el asunto me preocupó. Llegué a pensar en la idoneidad de no enlazar (linkar parece una marca de coches húngaros, lo siento) a nadie en absoluto para así evitar olvidos y agravios. Finalmente decidí que eso era muy injusto para quien pudiera encontrar lecturas y enlaces interesantes a través de lo que yo consideraba opiniones de valor. Decidí también no fijarme en dónde o por quien era yo enlazado a su vez, pero resultó inutil. Los demás se encargan rápidamente de hacer estadísticas llenas de ironía que no dudan en comunicarte.
He prescindido totalmente de tales consideraciones de reciprocidad a la hora de señalar a quien considero merece la pena leer y conocer. Falta, sin duda, mucha gente interesante que iré agregando a medida que vaya encontrando la oportunidad de hacerlo. Y rogaría a aquellos que hasta ahora no me han enlazado a su vez que por favor no lo hicieran sólo porque yo los he incluido a ellos en esa columna.
No sólo sería infantil. Sería ofensivo.
01 mayo 2006
- ¿Habrá llamado usted a la Guardia Civil? -me pregunta.
Esto a punto de decírle que no, que salgo todas las noches con una linterna a pasear por el monte a ver si me abducen, pero consigo contener a la bestia Bakunin agazapada más allá de mi garganta y señalo camino arriba.
-Los gritos son por allí -les indico, y echo a andar de nuevo cuesta arriba. El coche me sigue.
Ellos miran con desconfianza el largo túnel sombrío que forma la vía del tren bajo el dosel de arboles, y uno de ellos se adelanta hasta casi tocar los raíles, y grita a la oscuridad, preguntando que si hay alguien ahí. Nadie responde. Se vuelven hacia mí. El guardia veterano me pregunta que si soy vecino del lugar. Le respondo que sí.
-Hombre... -me dice - ...pues conocerá usted mejor el terreno...
El más joven sostiene la linterna en alto para no deslumbrarme y me mira, animándome a avanzar, dándome a entender que si algo sale de las sombras ya está él allí para freírlo a fotonazos con su bombilla halógena. Y yo alucino un poco, pero sólo un poco. En realidad, dadas mis tormentosas relaciones con el Cuerpo, ya estoy resignado. Enciendo de nuevo mi linterna de pescar y avanzo sobre la vía seguido de cerca por los guardias, que me cubren como si estuviéramos rodando la versión pueblerina de Blackhawk Derribado.
Entonces resuena. Un bramido espantoso vuelve a salir de las sombras.
Yo ya lo había oído antes, pero ellos no. Pegan un salto. Los dos a la vez. Luego apuntan sus rayos hacia la oscuridad sin acertarle a nada, como si fueran tropas de asalto de Star Wars. Los arcos de luz cortan el aire sin encontrar más que siluetas confusas, y me doy cuenta de que las mueven demasiado deprisa para poder enfocar nada. El bramido se repite ante el baile de luces, y suena aún más aterrador por la proximidad.
- ¡Hay alguien ahí -dice el guardia más joven. Es un portento, me digo. Llegará lejos.
Yo barro también las sombras con mi linterna. No es tan imponente como las linternas metálicas de los guardias, pero ha sido pensada para iluminar recovecos y agujeros bajo el agua, y en tierra es mucho más eficaz. Entonces me fijo en algo que se mueve en el suelo y que no habíamos visto porque tendemos a buscar cosas a la altura de nuestro pecho o nuestros ojos, y no al ras del suelo. Algo se mueve allí. Y entonces, al bajar el haz de luz hacia el suelo y señalar el movimiento, los otros dos haces se unen al mío, y alguien grita al sentir la luz tan cerca.
Es una voz de mujer. Los guardias se adelantan rápidamente e iluminan la escena.
La visión es asombrosa. Los raíles discurren sobre traviesas de hormigón que a su vez se apoyan en una masa de piedras sueltas que forma una ligera elevación sobre el terreno. Para impedir que la base de piedras se desparrame, los ferroviarios diabólicos han construido un muro de hormigón allí donde hay pendientes demasiado fuertes (el muro acaba justo antes de llegar a nuestro huerto, y por eso las piedras caen alegremente sobre él, invadiéndolo año tras año).
Entre ese muro y la base de piedras de la vía hay una mujer de mediana edad completamente encajada. Uno de los guardias me pide que sostenga las linternas, y bajo su luz preguntan que si tiene algo roto. Yo enfoco la luz al suelo, alrededor de ella, y no encuentro ni una mancha de sangre. La mujer dice que le duele todo, y parece confusa y desorientada. Sólo acierta a decir que está encajada. Finalmente ambos agentes tiran a la vez de ella y la ponen en pie.
A mí casi se me caen las linternas. La reconozco.
La bestia Bakunin se revuelca en mi interior, gira, se aprieta el vientre, se muere de risa, se carcajea en mi estómago mostrando sus dientes blancos y afilados. "Lo sabías", me susurra. La puta verdad es que no lo sabía, pero algo intuía. Es la mujer del individuo que pasó por mi lado hace unos minutos, tranquilo y sonriente, de camino a la fábrica.
Su historia personal es bastante rocambolesca (esto es, no lo olvidemos, un pueblo pequeño, y uno acaba enterándose de las cosas quiera o no). Casada durante muchos años con un trabajador de la fábrica con quien tiene tres hijos ya mayores, hace un par de años causó un enorme revuelo abandonando su casa de la noche a la mañana para irse a vivir con un compañero de trabajo de su marido y vecino de puerta. El mismo, en efecto, que hace poco pasara sonriente, y con quien mantiene una relación bastante tormentosa. Ambos tienen cierta afición al levantamiento de vidrio en barra fija, y se dice que también practican la lucha libre y el lanzamiento de objetos con cierta frecuencia.
- Oiga, agente... -intento decir, pero el guardia más joven me hace un gesto para que me calle. Yo lo que quiero decirles es que sería conveniente salir de allí cuanto antes, porque estamos en una vía con cierto tránsito y aún puede pasar algún tren y arrollarnos. Estamos al final de una curva, y antes de que el conductor pudiera vernos nos convertiríamos en pegatinas en el frontal de su cabina. Pero la Benemérita está concentrada en sus investigaciones, y todo lo que yo pueda decir en ese instante les parece secundario.
Vuelven a preguntar que si tiene algo roto y ella dice que no lo sabe, pero apoya ambos pies en el suelo y mueve los brazos. Observo que tiene puestas unas finas gafas de montura metálica. Están en perfecto estado. Ella mira a los guardias, mira la luz que la deslumbra y frunce el ceño sin entender nada. Los cristales de sus gafas reflejan la luz en todas direcciones, no tienen ni una brecha. Viste un pantalón de chandall, zapatillas de andar por casa y una chaqueta verde de lana, la típica vestimenta horrorosa, cómoda e informal que la gente suele vestir en el pueblo cuando no espera visitas. Un guardia le pregunta nuevamente que si tiene algo roto y ella le mira alucinada, como si no supiera de qué le está hablando.
- Señora, ¿recuerda como fue a parar ahí...? -pregunta el guardia más veterano.
Ella niega con la cabeza. Luego logra articular una pregunta.
- ¿Quienes son ustedes?
- Guardia Civil, señora. ¿Puede usted andar? ¿Le duele algo?
- Oigan... -lo intento de nuevo. Me hacen callar con un gesto. A mí se me hinchan las pelotas y la bestia Bakunin se asoma, encantada, a mi garganta.
- Si no le duele nada le va a doler en breve -me oigo decir a mí mismo, aterrado. - En cuanto la pille el tren, que debe estar al pasar...
Los guardias levantan la cabeza y me miran sorprendidos. El más joven hace gala nuevamente de su fina capacidad de asimilación.
- ¿El tren...? ¿Va a pasar ahora? ¿Por aquí...?
No, estoy a punto de responderle, va a pasar por la carretera. Las vías las hemos puesto porque nos va el mobiliario urbano de diseño. Algo alternativo, en plan performance, no te jode...
- En breve, creo -y no digo nada más, aunque tanta contención me va a costar una úlcera.
Entonces se mueven deprisa. La mujer camina con dificultad, pero eso es normal en esa grava gruesa que se mueve en todas direcciones. Yo he ido retrocediendo, iluminando el camino. En un par de minutos llegan al Patrol y la sientan en el asiento trasero. El guardia veterano le pregunta una vez más que cómo se encuentra. Ella parece controlar ya en cierta medida movimientos y pensamientos, y se fija en las luces que la enfocan. Sabe que hay alguien más ahí, detrás de las linternas, y le intriga quien pueda ser. Está claro que está intentando pensar. La cuestión es qué.
Y en ése instante la tierra tiembla, un traqueteo asombroso nos silencia, y una mancha de luz blanca y azul pasa a nuestro lado, por encima de los raíles que ocupábamos hace unos segundos. Lleva una velocidad demencial, y hace que el guardia más joven me mire, asintiendo casi con admiración.
- ¡Joder, con el tren...! -dice.
Sí, me digo yo, así, por las vías, sin avisar, el muy cabrón.
El guardia veterano reflexiona sobre ello sólo unos instantes. La mujer sentada en el automóvil no dice nada, solo los mira impasibles e intenta escudriñar más allá de las luces. El guardia joven me pide las linternas, me da las gracias y le pregunta a ella si recuerda algo de lo ocurrido.
Entonces, al mismo tiempo que intenta ver mi rostro en las sombras -estoy a contraluz, y solo soy una silueta a sus ojos, y prefiero mantenerme así -empieza a narrar una historia alucinante.
Por lo que recuerda, la señora bajaba por la cuetas a las ocho de la tarde en dirección a la estación del tren, a buscar a su cuñada, cuando un misterioso coche gris se detuvo a su lado en el camino. Los guardias se miran entre sí, desconcertados.
- ¿Un misterioso coche gris...? -dice uno de ellos. Yo avanzo un par de pasos, y veo que la expresión de desconcierto del guardia joven se ha transformado en fastidio. Me doy cuenta de lo que le pasa. La mujer le mira tan de cerca que le sumerge en su aliento literalmente a cada suspiro, y sonrío para mis adentros pensando que si el guardia acercara a ahora un mechero al aliento de la señora descubriríamos el origen de las leyendas sobre los dragones.
Ella asiente. Muy misterioso, recalca. Tiene un leve acento gallego que se refuerza a medida que recobra la lucidez y la historia adquiere cuerpo, lo que hace la situación un poco más insostenible desde el punto de vista de mantener la compostura. No aclara si el vehículo era misterioso por ser coche o por ser gris. Además, dice dos hombres viajan en él. Lo dice con un tono que indica que eso es aún más misterioso. Le preguntan que a dónde va. Ella les responde que a buscar a su cuñada al tren (todo el mundo, cuando es detenido por desconocidos en la calle, da toda suerte de explicaciones, ¿verdad?). Ellos le responden "No, señora, no va usted a ningún sitio", y salen del coche poniendose unas medias por la cabeza para no ser reconocidos (si, yo también estuve a punto de partirme). Entonces se abalanzan sobre ella, la levantan por manos y piernas y la llevan hacia la vía -sin romperle nada, sin que las gafas se caigan en el forcejeo, sin que pierda las zapatillas de andar por casa, vamos, prácticamente una abducción de expertos -y sin hacer caso de sus protestas la encajan cuidadosamente entre el muro y el talud de piedra. Tras lo cual ni siquiera se dan a la fuga, tranquilamente se largan. Y ella se queda allí durante horas, y a ratos siente cómo algo enorme y ruidoso pasa justo sobre su cabeza -un tren, nada menos -, y se despierta (y aún lo dice) gritando de miedo, y yo ya sé de dónde salían los bramidos inhumanos que oíamos desde casa. Cada vez que salía de las pesadillas de su particular coma, pasara el tren o no, la señora literalmente aullaba, hasta quedar finalmente ronca y lanzar unos gemidos que parecían de todo menos humanos.
La cara de los guardias es un poema. El más veterano, que está un poco más lejos y no siente de cerca la evidencia etílica que flota en el aire, aún pregunta.
- ¿Le robaron algo?
Ella hace ademán de buscarse los bolsillos, pero aún no tiene tanta coordinación como para eso, y lo deja estar. No recuerda. No recuerda ni lo que llevaba encima, así que tampoco tiene idea de lo que le falta, si es que le falta algo. El guardia le pregunta entonces si pudo fijarse en sus asaltantes, si pudo ver cómo eran, si eran jóvenes o adultos, si los reconocería.
Y entonces ella fija su mirada en mí de un modo casi obsesivo. Y yo lo leo en sus ojos. Ha ido tomando forma mientras hablaba, mientras contaba la increíble historia sin quitarme ojo de encima.
No llevo uniforme. No me ha reconocido aún, pero mi rostro le resulta familiar, así que no soy un guardia. Sabe que cuando su marido se entere de esta fiesta va a haber lío. Dejando de lado las posibilidades de que todo esto sean asuntos entre ellos -no puedo quitarme de la cabeza la media sonrisa de él cuando nos cruzamos -la historia hay que mantenerla como sea. Si es algo que tiene que ver con ellos y sus peleas, ahora mismo está inventando esta historia para defenderlo a él y tapar lo ocurrido. Si él no tiene nada que ver (¿y la media sonrisa?) y sencillamente se trata de que bajaba en tal estado por la carretera que se cayó a la vía, su afán por dar verosimilitud a la historia es un intento desesperado de que él no le pase cuentas luego por haber montado este show, y la historia del ataque le viene de perlas.
Y tener a un culpable mucho más.
Hace rato que lo leo en sus ojos. Está estudiando, entre brumas etílicas, con las únicas armas de su intuición femenina y su astucia confusa, la posibilidad de estirar un dedo y decir "ése era uno de ellos", y meterme en un lío alucinante que me puede fastidiar la vida. Cualquier cosa con tal de no tener una pelea o de que él no la abandone, lo mismo da. Detrás de los cristales de las gafas sus ojillos se han convertido en dos líneas finas y apretadas mientras casi se pueden oír girar las ruedecillas y engranajes de su cerebro.
No las tiene todas consigo, no obstante. Mi cara le resulta familiar (me conoce de vista, por supuesto, pero está demasiado confusa para darse cuenta) y además estoy con los guardias. Sostenía sus linternas. Me ha oído hablar con ellos. No sabe cuál es mi relación con la patrulla, y esto la detiene. Finalmente, su cabeza cae hacia un lado y dice que tiene que hablar con su marido.
-Tendremos que llevarla a un centro médico, señora, por si tiene algo roto. Y para que le hagan un chequeo.
Ella levanta la cabeza rápidamente.
- Ah, no. Yo tengo que ir a mi casa. Y tengo que avisar a mi marido -insiste.
- ¿Sabe usted dónde se encuentra su marido, señora? -pregunta el guardia joven.
Ella le mira, confundida.
- En la fábrica -respondo yo. Los guardias se vuelven hacia mí y yo señalo las luces lejanas -Mientras les esperaba a ustedes en el cruce él bajó por el camino hacia la fábrica. Está a turnos, y supongo que habrá entrado a las 10.
Los guardias parecen darse cuenta entonces de que me habían olvidado. Miran hacia las farolas lejanas y se vuelven hacia la casa que tenemos detrás, hacia las luces encendidas en las ventanas. - ¿Usted la conoce...?
Les explico que es vecina de un conjunto de casitas cercano, subiendo por el camino en el que nos encontramos. El guardia joven mira a su compañero y le dice que la van a subir a casa, y que desde allí, si ella lo desea, la llevarán a un centro médico. Cierran la puerta trasera del vehículo, donde queda casi tumbada, y se vuelven para darme las gracias. Yo les indico las ventanas iluminadas y les explico que desde allí oímos los gritos, que vivo en esa casa y que para lo que necesiten pueden encontrarnos ahí. Luego se suben al coche y se van, camino arriba, hacia la casa de la supuesta víctima, y no cuesta abajo, hacia la carretera general y los hospitales.
Y yo me quedo unos instantes allí en la oscuridad, pensando.
En primer lugar en el extraño comportamiento de la Guardia Civil. En estos casos lo primero es llevar a la víctima a un centro médico, donde se haga un reconocimiento y un parte de lesiones. Que no hayan insistido en eso me parece un tanto extraño.
En segundo lugar no han registrado la zona, no han buscado huellas u objetos, no han dado una vuelta por los matorrales y no han insistido en indagar la historia de la mujer. No parecen demasiado interesados, y a pesar de mis desacuerdos con la Benemérita sé que ése proceder no es habitual. A pesar de la lentitud de los procesos, de la falta de medios, de la escasez de personal y de cierta cortedad de miras institucional, una vez que la Guardia Civil clava los dientes en algo es difícil que lo suelte. Sobre todo si se trata de una agresión. Si esta mujer hubiera levantado la cabeza diez centímetros cuando los trenes pasaban sobre ella se la habrían arrancado.
Y sin embargo no han dado la más mínima importancia a la historia. Ni siquiera han puesto una señal en la zona para impedir el paso y poder investigar a la luz del día. Esta claro que su experiencia y las evidencias les han dejado claro que no hay historia que investigar. Lo cual puede ser aventurado e incluso imprudente, pero por algún lado hay que empezar a cribar el trabajo cuando hay demasiado, y supongo que investigar primero lo que le ocurre a la gente que no se ha bebido hasta el agua de los floreros es un sistema de filtrado tan bueno como cualquier otro.
Al cabo de unos minutos, mi primera reacción se ha transformado en cabreo. Es un cabreo indefinible, oscuro y denso, que tiene que ver con las miserias humanas, con nuestra triste condición, con la vulgaridad y la estupidez, con lo cutre y lo insidioso. Recuerdo su mirada estudiando la posibilidad de señalarme y me cabreo por el desastre que he rozado, por lo miserables que podemos llegar a ser cuando tocamos fondo, por lo sucio de las motivaciones humanas, por nuestra indiferencia hacia la suerte de los demás cuando algo nos va mal. Por nuestro egoísmo, nuestra cutrez y nuestras debilidades somos malditos. Tengo un rebote de órdago, y me niego a ir a casa con un cabreo que los demás no tienen porqué soportar.
Y entonces, de pronto, la memoria me trae un recuerdo de hace años. De un Skalagrim que aún no era Skalagrim cruzando los majestuosos puentes del Sena una noche de noviembre, con las luces brillantes de la ciudad a mi alrededor y su reflejo en el agua. Un mundo sin internet y sin móviles, no hace tanto tiempo, aunque podría hacer mil años. Había un hombre tendido bajo una farola, apoyado en la barandilla de piedra labrada, dormido sobre su propio vómito. Podría haber estado muerto. Uno de mis tíos parisinos que hacía de cicerone tiró de mi, diciendo que no era nada, y yo intenté buscar un guardia, pero no estaba en mi ciudad, ni en mi mundo, y acabaron metiéndome en el coche, y ni siquiera pararon al cruzarnos con alguna patrulla para avisar. Para decir que podía haber un hombre muerto, ahogado en sus propios vómitos, a unos pocos pasos de las calles brillantes y los monumentos iluminados.
Qué distinto, me digo, de las prisas, los golpes, los gritos en mi puerta. De las carreras de Cris, la cara descompuesta de mi hijo, las guías de teléfonos revueltas, las llamadas y los nervios. Que diferente de la preocupación, la angustia, la sensación de urgencia, el peso de saber, intuir o creer que hay alguien más allá del círculo de luz que necesita nuestra ayuda. Somos muy poca cosa, los seres humanos. No somos rápidos, ni fuertes, no tenemos visión nocturna ni colmillos afilados. Pero cuando uno de los nuestros grita, acudimos. No echamos a correr en dirección contraria, echamos a correr hacia él. Y la ayuda, aunque tarde, llega. La guardia civil acudió y entró en la oscuridad delante de mí por un sueldo de mierda por el que Bill Gates no levantaría un pie del suelo.
Aún no estamos en París, me digo. Basta con ver el puto paisaje, me responde, desde mi estómago, la bestia Bakunin. Pero ya no importa. De pronto me he dado cuenta de que vivo rodeado, básicamente, de gente increíblemente decente. De gente que creía que ocurría algo, que alguien, probablemente un desconocido, estaba en peligro. Y el recuerdo de como todo eso les afectaba y removía ha cambiado mi humor. En sus actos, qué angeles me susurra una vocecilla en mi interior.
Me ha ocurrido como a Hamlet, pero al revés. Lentamente emprendo el camino de regreso sintiendo que la tierra vuelve a ser una hermosa armazón, y el aire un dosel tan excelente, y mientras lo hago sonrío en las sombras, porque una vez más, hace mucho tiempo, alguien garabateó unas líneas capaces de describir lo que ahora siento mucho mejor de lo que hubiera podido expresarlo yo...
Vuestro, afectuosamente
Skalagrim
23 abril 2006
No encuentro nada en la memoria del teléfono y acabo llamando al 091, que es el primer número de emergencias que se me viene a la cabeza.
- Comisaria de policía -me dicen al otro lado.
- Buenas -le digo yo. En mi cabeza flota un "ante todo, buenas tardes" que no sé de donde viene, lo habré visto en alguna película -Verá, llamo porque se oyen unos gritos espantosos en la parte de atrás de mi casa. Estoy un poco nervioso y este es el primer numero en que he pensado.
- ¿Desde donde me llama...? -me pregunta.
- Le llamo de Samarcanda (por decir algo, no quiero manifestaciones de fans a la puerta de casa), cerca de la estación del tren.
-Ah, no -dice él, entre compungido y aliviado -esto es la comisaria de Xanadú. Lo suyo es cosa de la Guardia Civil. No sé de que comandancia, pero es cosa de ellos.
Esto lo veía yo venir, y quizá por eso ni me inmuto.
-¿Y usted no tendría forma de avisarles? -pregunto.
- Hombre, mejor que les llame usted. Así reciben la información de primera mano. Le doy el número del cuartel de aquí, que es el que tenemos, y ya ellos le dirán...
Bien, me digo, esto es lo que pasa cuando se tienen media docena de organizaciones de policía en un país y una sola Cosa Aullante en el patio de tu casa. Tomo nota mental del número, le doy las gracias, cuelgo y marco rápidamente.
- Buenas -vuelvo a decir.
- Guardia Civil, dígame.
- Verá, se oyen unos gritos espantosos en la parte de atrás de mi casa, y como estoy algo nervioso he marcado el 091 y ha salido la policía de Xanadú, que me ha dado su número. No sé si esto les corresponde a ustedes...
- ¿Desde donde me llama? -pregunta, diligente.
- De Samarcanda. A unos doscientos metros de la estación del tren -respondo. No me veo reflejado en ninguna parte, pero sé que mi ceja izquierda ocupa en ese momento la mitad de mi frente. Me conozco. El espíritu salvaje de Bakunin que habita en mis tripas empieza su ascensión hacia la luz, en busca de nuevos instantes de gloria...
- Pues no, no es nuestra zona.... eso va a ser cosa de Novgorod... -dice, dudando.
- Claro... -respondo yo, comprensivo, mientras me imagino a algo peludo y enorme, de miembros largos y garras afiladas subiendo sin esfuerzo por el tejadillo del huerto, abriendo la ventana del salón de la casa de arriba y descabezando a la familia mientras unos colmillos enormes brillan a la luz de las lámparas de la abuela -¿y no podría usted avisar al puesto, comandancia, cuartel o similar que corresponda? Es que verá, estamos un poco nerviosos. Hay algo o alguien aullando en la vía del tren, a unos pocos metros de la ventana, y le juro que no es una lechuza...
La voz al otro lado del teléfono duda. Astutamente he decidido emplear el lenguaje sofisticado y ligeramente decimonónico que tanto identifica al Cuerpo, y eso descoloca a mi interlocutor. En mi interior, la bestia Bakunin se agita, carcajeándose.
Quizá sea conveniente explicar aquí que mis relaciones con el Cuerpo no han sido siempre todo lo afortunadas que ambos desearíamos. No es que yo haya violado la ley muy a menudo, es que ellos se han empeñado en aparecer en mi vida en los momentos más insospechados y en las actitudes más extrañas, como cuando fuí semi-secuestrado por dos motoristas de Tráfico completamente beodos en medio de una nevada espantosa y a las cuatro de la mañana junto a la fábrica de cemento abandonada de Boñar; o cuando se me requirió la documentación por sorpresa y con alevosía mientras flotaba pacíficamente tres kilómetros mar adentro y boca abajo cerca de Galicia. Por no hablar de la intervención de varios centollos fugitivos en unas escaleras de un embarcadero privado, o la carga barranco abajo de una docena de GC armados hasta los dientes de la que fuimos objeto cuando aparcábamos la lancha debajo de casa de Kike, como si fuéramos terroristas palestinos. En fin, podría seguir, pero entonces esta extraña historia, ya de por sí carente de toda lógica, acabaría por desquiciarse completamente...(algún día debería escribir mis memorias, pero entonces no tendría tiempo material para vivirlas).
Así pues, no puede decirse que los picoletos hayan tenido una intervención estelar en mi vida, pero sí han tenido algunos papelillos con frase para lucirse, y algo me dice que vamos a tener un nuevo encuentro. Al otro lado del teléfono la autoridad aún duda.
- Pues no sé si tengo el teléfono por aquí... -dice finalmente, después de revolver audiblemente unos papeles. Algo le dice que no esta bien despacharme con un número apuntado en una servilleta como si fuera un guiri perdido en un chiringuito, pero lo de los aullidos le tiene desconcertado.
- ¿Y si usara una emisora, radioteléfono o similar... ? -propongo, intentando ayudar -De un coche patrulla a otro, o algo así... No quiero decirle como tienen que hacerse estas cosas, usted es el profesional, claro, pero es que estoy algo preocupado, entiéndame... -De hecho he estado dándole pataditas nerviosas a un muro de la casa de al lado, y por el boquete me cabe ya más de medio pie. En mi imaginación se ha iniciado un episodio nuevo, y la Cosa que Bramaba en la Oscuridad ha rodeado la casa y va hacia la parte delantera. Desde las sombras acecha a un imbécil que da pataditas a una pared y que gesticula teléfono en mano a la luz de las farolas. La Cosa babea un icor espeso desde los colmillos. Gotea sobre las macetas y tiene la consistencia del Supergen.
- No se preocupe, que ya me hago cargo yo -decide de pronto la voz al otro lado del teléfono. Casi siento el crujido del uniforme al hincharse -Déjelo en mis manos. A ver, ¿como les explico dónde es el sitio?
Yo empiezo a darle detalles -dependiendo de la zona eso aquí puede llevar horas, y el estudio de los métodos locales de orientación supondría casi un tratado de geografía -y le comunico que la Guardia Civil suele patrullar por aquí a menudo.
Le digo al guardia del teléfono que estaré esperando con una linterna cerca de la carretera, y que haré señales cuando vea las luces del coche llegar. Cris se asoma en ése instante a la ventana y me pregunta que si he avisado a alguien, que si he hablado ya con la Guardia Civil (lo pronuncia así, con mayúsculas). Le digo que mejor no le explico como hemos llegado a ello, pero que vienen. También que cierre las ventanas, y me responde que ya no se oye pedir auxilio.
La idea me desconcierta.
- ¿Esa cosa pedía auxilio?
Ella titubea.
- ¿Que cosa?
Yo alucino.
- La cosa que aullaba. Tú dijiste que aullaba.
Ella duda un segundo y luego se encoge de hombros, obstinada.
- Aullaba pidiendo socorro. Eran aullidos de auxilio. Además, en algunos momentos me pareció que aullaba llamando a mi prima.
Y lo dice como si tal cosa.
Estoy desconcertado. La idea de que verdaderamente haya alguien pidiendo ayuda en la oscuridad me preocupa. Lo que yo he oído no parecía humano, pero si Cris dice que ha oído nombres (gritados con dificultad a causa de los innumerables dientes y la boca que no ha sido pensada para hablar, dice una vocecilla dubitativa agazapada dentro de mí). Si hubiera una persona herida...
Vuelvo al coche, arranco el motor y en ese momento mi hijo sale del portal.
- ¿Adónde vas? -me pregunta.
- A ver qué pasa, puede haber alguien herido.
- ¿Pegando esos aullidos...?.
Cris vuelve a asomarse a la ventana en ése momento.
- He llamado a la Guardia Civil. Me han dicho que ya estaban avisados, y que vienen enseguida -informa, con visible satisfacción. Me apetece llevarla conmigo, lanzarla hacia las sombras y que esa Cosa aullante y llena de dientes conozca lo que es el miedo y aúlle por algo.
Mi hijo se encoge de hombros.
- Mami cree que los aullidos eran llamando a Suni -dice.
La Cosa Aullante se ha convertido en un hombre lobo enamorado dándole una serenata a la prima de Cris, y la cosa debe de estar muy mal cuando el pobre pide auxilio. A mí me van a volver loco entre todos, pero yo he estado allí, pegado a los árboles, y he oído el bramido. Si el hombre lobo está enamorado, que se joda, pero yo he oído lo que he oído y no pienso moverme hasta que no llegue la Guardia Civil.
Dejo el coche, empuño la linterna, el móvil y un peligroso llavero arrojadizo (sí, que nadie diga nada, por favor) y echo a andar, a pie, hasta el cruce entre la carretera y el camino, en la esquina de la finca.
Pasan diez minutos.
A tomar vientos, me digo. Solo han pasado cinco minutos desde que todo empezó, auque parecen horas. Voy a subir.
Y entonces oigo algo moverse, y pego un salto que hubiera hecho palidecer de envidia a Jackie Chan. Al otro lado del puente caen unas piedrecitas que ruedan hasta mis pies. Algo está bajando por el camino...
Un señor delgaducho y de mirada acuosa aparece por la cuesta con su bolsita de lona y un cigarro en la comisura de los labios. Es una especie de Anacleto, Agente Secreto (by Vázquez) pero en versión esmirriada y sin smóking. Le conozco. Va a trabajar a la fábrica cercana y baja andando desde un grupo de casitas construidas en tiempos del paternalismo patronal. Dobla la esquina, se encuentra con el vecino loco de la perilla que hace cosas extrañas (por ejemplo, ahora agita una linterna halógena y escudriña las sombras) y ni se inmuta. Lleva una media sonrisa en el rostro cuando dice "Buenas..." y sigue como si nada, hacia la fábrica (la geografía de la zona, que abarca bosques, granjas, fábricas, yacimientos arqueológicos, iglesias abandonadas, naves industriales semigóticas y otras particularidades será estudiada en su momento, ahora sólo limítate a leer y no intentes comprender nada, estimado visitante).
Me quedo un tanto mosca. Ni siquiera me ha preguntado si pasa algo.
Estoy pensando en ello cuando oigo otro ruido a mi espalda. Presa del terror giro sobre mí mismo estirando una mano, pero no es la que sostiene la linterna, y mis esfuerzos sólo consiguen encender la pantalla del móvil que mantengo entre mi cuerpo y las sombras. Bañada en su débil luz azul, Cris me mira, escéptica, y me pregunta si pienso llamar a alguien con la linterna mientras ilumino el camino con el Nokia. Están tardando lo suyo, dice. Si ocurriera algo grave -verdaderamente grave, quiere decir, no una Cosa que aúlla llamando a su prima en nuestro patio trasero, entre las sombras -ya estaríamos todos muertos. Yo desde luego estoy a punto de que me de un infarto, pero también empieza a pesar lo suyo la culpabilidad. Desde que estoy en la esquina no he dejado de darle vueltas. ¿Y si hay alguien herido?¿Y si la oscuridad, las sombras y los gritos desde casa me hicieron interpretar como bramidos horrorosos lo que en realidad eran gritos de auxilio? Le digo que espere a la patrulla, que yo voy a subir. Ella dice que ni hablar (no tengo claro si a lo primero, a lo segundo o a ambas cosas). Entonces cojo la linterna, doblo la esquina del cruce y empiezo a caminar senda arriba.
En unos minutos estoy al lado del talud del ferrocarril, rodeado de sombras y silencio. Las luces de la fachada trasera de la casa se encienden. De nuevo hay siluetas en las ventanas. Dos pasos más y piso las piedras del borde del tendido ferroviario y me pongo al mismo nivel que lo que quiera que haya más allá.
No se oye nada. Ni un movimiento.
Y entonces recuerdo la media sonrisa del tío que bajaba por el camino. Y que no me ha preguntado nada. Son las diez de la noche en un pueblo solitario de casa dispersas, y ha visto a uno de sus vecinos en un cruce, con una linterna en la mano, y ni siquiera le pregunta si ha perdido algo...
Y entonces el telefilme cambia, y entre las ambulancias, los coches patrulla y las grúas aparece Grissom con sus guantes de látex y su mirada escéptica. Está explicándole a la maciza pelirroja que fue bailarina que a menudo los testigos destrozan las evidencias con sus huellas, y que mis pisadas y mis señales se confunden con otras por todas partes, cerca del cadáver. Y yo estoy en medio de las sombras, con la linterna apagada y en un lugar donde he oído unos bramidos espantosos surgiendo de la oscuridad, y todo lo que he sacado en claro hasta el momento es que veo demasiada televisión. Y menos mal, me digo, que también ves mucho cine, y sabes reconocer al instante uno de esos momentos en los que te revuelves en el sillón y te preguntas como es posible que ese tarado esté entrando en ese corredor de pavorosa oscuridad donde se han oído unos murmullos espantosos y donde han muerto ya todos sus colegas de universidad y las tres macizas que viajaban con ellos. ¡Pero vaya...!¡Si es justo lo que estás haciendo...!
Me quedo clavado. Es ridículo, pero me quedo clavado. Una vocecilla en mi interior se parte el culo y comenta que si Beowulf hubiera visto tanta televisión y tanto cine como para acojonarse imaginando cosas más terribles que el propio Grendel, el poema danés describiría una partida de cartas.
Y en ése momento, a medio camino entre CSI y la Matanza de Texas 2004, Cris se asoma a una de las ventanas traseras y grita algo. Al oírla me giro en medio de la vía férrea, olvidando las sombras que hay a mi espalda, y miro a lo lejos, hacia la carretera.
Una luz azul brillante se mueve rápida sobre el puente, a lo lejos. Aún a algunos minutos, pero en camino hacia el oscuro trance en el que me encuentro, llega, al fin, la Meretérica.
13 abril 2006
Sábado, ocho y media de la tarde de un fin de semana cualquiera, hace unos días.
Estoy intentando encender la chimenea cuando oigo los golpes en la puerta. Son golpes frenéticos, ansiosos, y antes de que su eco se desvanezca ya sé que no es alguien que se ha perdido (a veces ocurre) o que piensa que es un bar y está cerrado (nunca he entendido a estos últimos, si creen que está cerrado, ¿para que coño llaman...?).
La chimenea con la que me peleo es en realidad una estufa Franklin de hierro, enorme y vieja, con dos puertas inmensas que cierran el hogar. Se la compré de segunda mano a un pobre hombre que trabajaba con nosotros y que pasó a mejor vida en tristes circunstancias. Después de instalarla y reparar fugas y grietas por todas partes he tenido que pagar una fortuna a un supuesto albañil para que colocara un tubo de dos metros en el tejado, donde yo no llego por culpa del vértigo. La portentosa hazaña, que le ha llevado apenas una tarde, me cuesta media nómina. Por si fuera poco, en mi primera compra de madera al por mayor me han pillado fuera de casa a la hora de la entrega y me han dejado una tonelada de roble magnífico, pero más húmedo que los pasamanos del Titanic. La madera mojada provoca unas humaredas alucinantes y encima no hay dios quien la encienda, y yo soy demasiado orgulloso para usar las putas pastillas de barbacoa para domingueros. En el viejo caserón de piedra en el que vivo lo de que ha llegado la primavera es un rumor sin confirmar, y en la planta baja que es mi refugio el suelo parece permafrost siberiano. El frio atraviesa las viejas baldosas graníticas, pasa como si nada por las suelas de mis botas y sube por mis huesos hasta el cerebro, donde me congela las ideas. Luego la gente me pregunta por qué casi siempre escribo acerca de glaciaciones y lugares frios. Aquí los quisiera ver yo...
Estoy, pues, en uno de esos fines de semana enclaustrados en los que lucho contra la vejez de los materiales, el desorden, la falta de tiempo, la humedad, el frío cavernario y mi natural dispersión mental. El objetivo, lejano aún, es lograr algún día reinstaurar un cierto orden en mi vida, y reconstruir de una maldita vez la biblioteca -antes de que mis libros se conviertan en un efecto óptico de un remake de la "La Máquina del Tiempo".
Pero estaban aporreando la puerta, no empecemos a divagar.
Abro y allí están Cris y mi hijo. Tienen el rostro desencajado y alarma en los ojos. Creo que Cris estaba gritando, pero como al mismo tiempo aporreaba no se la oía.
-¡¡El teléfono, coge el teléfono!!
Estoy confuso. Giro buscando el teléfono, que está donde siempre, entre el Tazz bateador y el revólver, sobre las estanterías para cedés llenas de cosas olvidadas. Es uno de los pocos lugares donde funciona. A veces falla la cobertura, en parte por culpa de las paredes, que están hechas como para resistir un asedio medieval, y en parte porque las compañías de telefonía móvil han girado sus antenas hacia zonas más residenciales sin añadir cobertura (y sin avisar, y te jodes), y ahora ésta viene y va a su bola. Pero de todos modos, que no me haya enterado de que me llaman no es para montar este cirio. Antes de que pueda decir nada más Cris añade a gritos que alguien esta aullando en la parte de atrás. Aullidos terribles, dice. Mi hijo asiente sin decir nada, pero muy nervioso. Es un tipo tranquilo, de una flema casi británica, de modo que al verle así yo empiezo a dar vueltas, desconcertado. Cris sigue hablando, pero ya no la oigo. Tiene el don de poner a la gente al borde del caos, es uno de sus superpoderes. Me empuja para que vaya más rápido. Si se pusiera una capa, unos leotardos y aprendiera a volar con un puño por delante, crecientes olas de histeria y pánico sacudirían el mundo como un tsunami en el sentido de su vuelo... Por suerte hay una parte de mí que desconecta cuando pasan estas cosas (la costumbre, suelen pasarme cosas raras y a estas alturas mi instinto me sirve bien, mi joven Padawan) y encuentro el móvil, las llaves y una linterna antes de darme cuenta de que estoy fuera, caminando hacia el coche. Le digo a mi hijo que suba a la casa de arriba y que cierre por dentro, y arranco el motor mientras hago una revisión mental del entorno para ponerme en situación.
En primer lugar, vivo en un sitio muy raro. Algún día le dedicaré una entrada entera. Dejo de lado otras excentricidades geográficas y paisajísticas y me concentro en la parte de atrás, que es de dónde al parecer salen los aullidos. Yo aún no he oído nada, pero cuando pienso en aullidos en la parte de atrás de la casa se me erizan hasta las pestañas.
Veamos, detrás de la casa hay un pequeño huerto. Está delimitado por la vía del tren, que alegra mis horas y aporta a mi vida algunos pasajes de cierto interés. Las leyes de este país y la herencia del capitalismo manchesteriano del XIX, unidas a la chulería estatal franquista, han dotado al ferrocarril de poderes casi feudales sobre cualquier propiedad anexa, entre los que se incluyen joderte las plantas, regar tu huerta con venenos y herbicidas, invadir tus propiedad, volcar materiales sobre ella, almacenar maquinaria, dejar cosas olvidadas, paso y uso a ambos lados de la vía, derecho a realizar las obras que gusten a la hora que quieran...
El ferrocarril, en suma, alegra inconmensurablemente mi vida. Sí, algún día hablaré de eso también.
Más allá del talud que invade mi huerto y de la vía del tren hay una carretera estrecha que toca la vía tangencialmente -permitiendo a los conductores de tractores borrachos que bajan por la pronunciada pendiente haciendo rally folk caer en mi huerto sin causar perjuicios al tráfico ferroviario -y más allá comienza la Europa de la Edad de Hierro que los naturalistas que viven cómodamente en las ciudades tanto añoran: bosques, praderas, monte bajo, enormes lauredales oscuros y ni una puñetera luz eléctrica.
En unos minutos rodeo la finca y subo pendiente arriba, hacia la vía. Más allá solo hay oscuridad, y pongo las luces largas. Bajo las ventanillas, detengo el coche, miro hacia mi casa y veo las ventanas encendidas y siluetas recortándose, pero yo no oigo nada. Apago el motor, y me estiro todo lo que puedo -la vía pasa a mi derecha, y por lo tanto tengo menos campo de visión, suponiendo que pudiera ver algo en esa negrura -pero cuando apago el motor puedo oír que desde casa me están gritando que no me baje y que arranque, que me vaya, que me vaya. Me pregunto entonces para qué coño me han llamado, luego pienso que pueden estar viendo venir algo que yo no veo y arranco. El coche termina de subir la cuesta, se separa de la vía y sube monte arriba. Sigo sin oír nada.
Doy la vuelta algunos metros más allá y emprendo el camino de bajada, con las luces encendidas pero muy despacio. Al llegar al punto de intersección del camino con la vía me detengo, apago el motor, dejo las luces largas y asomo la cabeza. La vía está a mi izquierda, y debería oír algo.
Y entonces, en efecto, lo oigo.
En fin, no soy muy impresionable, pero tampoco soy un témpano de hielo. El aullido, medio ulular, medio bramido, que surge de las sombras, más allá de la vía y de los árboles, es inhumano. Sube y baja, próximo pero sin que pueda situarlo, y los árboles son tan espesos que la linterna no me muestra nada más que formas retorcidas de color gris que se agitan (de día, sencillos arbustos y ramas, aunque ahora parece una fiesta de cumpleaños de la familia de Alien).
El bramido se repite, siento que se mueven piedras al otro lado de la barrera de oscuridad, y recuerdo a Roy Scheider en "Tiburón" diciendo que necesitan un barco más grande. Le comprendo. Yo lo que necesito es un hacha vikinga de doble filo. O un AK47 kalashnikov. De un modo confuso, pero que en ése instante tiene una extraña coherencia, recuerdo haber comentado alguna vez que en ciertos lugares del mundo todo hijo de vecino parece tener una ametralladora en casa. Sabias y antiguas culturas, me digo. Y "eso" vuelve a bramar, algo profundo, poderoso, paralizador, casi un rugido, y siento que se mueven más piedras, muchas más piedras entre las sombras, sobre la vía. También oigo voces que me gritan desde las ventanas "¿lo oyes, lo oyes?" y "¡¡sal de ahí, sal de ahí!!".
Y coño que si salgo. Arranco en frio y el coche sale cuesta abajo y yo me niego a mirar por el retrovisor, por si veo algo. No voy a esperar a ver qué sale de esas sombras estando yo armado tan sólo con mi nokia y un llavero, lo siento. Salgo huyendo, aunque con cierta elegancia que remato derrapando suavemente en la curva. Finalmente me detengo ante la fachada delantera de mi casa, la que se abre a un paisaje algo más civilizado, aunque un tanto desolado. El parque sombrío de enfrente, el perro de una vecina aullando bajo una bombilla amarillenta y dos gatos sentados sobre la máquina de Cocacola del estanco me parecen de pronto la quintaesencia de la vida urbana. Y es curioso lo acogedoras que pueden resultar de pronto unas vulgares farolas...
(Continuará...)