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23 abril 2006

Aullidos, nocturnidad y un tendido ferroviario (2)


Cris me espera delante de casa. Hay que llamar a la Guardia Civil, exclama. A mí me parece que ese bramido en la noche es más bien cosa de Mulder y Scully, pero ella insiste en haber oído una voz pidiendo socorro. Incluso un nombre, me dice ahora. Sería antes de que se completara la transformación, pienso yo, mientras busco números en el móvil. En el portal de techos inalcanzables nuestras voces resuenan inquietantemente. Los gatos de casa suben y bajan las escaleras como si aquello fuera un rodeo. Ella se gira y echa a correr escaleras arriba, insistiendo en la Guardia Civil como si yo tuviera algo en contra. Nada iguala la fuerza de los clásicos, me digo...
No encuentro nada en la memoria del teléfono y acabo llamando al 091, que es el primer número de emergencias que se me viene a la cabeza.
- Comisaria de policía -me dicen al otro lado.
- Buenas -le digo yo. En mi cabeza flota un "ante todo, buenas tardes" que no sé de donde viene, lo habré visto en alguna película -Verá, llamo porque se oyen unos gritos espantosos en la parte de atrás de mi casa. Estoy un poco nervioso y este es el primer numero en que he pensado.
- ¿Desde donde me llama...? -me pregunta.
- Le llamo de Samarcanda (por decir algo, no quiero manifestaciones de fans a la puerta de casa), cerca de la estación del tren.
-Ah, no -dice él, entre compungido y aliviado -esto es la comisaria de Xanadú. Lo suyo es cosa de la Guardia Civil. No sé de que comandancia, pero es cosa de ellos.
Esto lo veía yo venir, y quizá por eso ni me inmuto.
-¿Y usted no tendría forma de avisarles? -pregunto.
- Hombre, mejor que les llame usted. Así reciben la información de primera mano. Le doy el número del cuartel de aquí, que es el que tenemos, y ya ellos le dirán...
Bien, me digo, esto es lo que pasa cuando se tienen media docena de organizaciones de policía en un país y una sola Cosa Aullante en el patio de tu casa. Tomo nota mental del número, le doy las gracias, cuelgo y marco rápidamente.
- Buenas -vuelvo a decir.
- Guardia Civil, dígame.
- Verá, se oyen unos gritos espantosos en la parte de atrás de mi casa, y como estoy algo nervioso he marcado el 091 y ha salido la policía de Xanadú, que me ha dado su número. No sé si esto les corresponde a ustedes...
- ¿Desde donde me llama? -pregunta, diligente.
- De Samarcanda. A unos doscientos metros de la estación del tren -respondo. No me veo reflejado en ninguna parte, pero sé que mi ceja izquierda ocupa en ese momento la mitad de mi frente. Me conozco. El espíritu salvaje de Bakunin que habita en mis tripas empieza su ascensión hacia la luz, en busca de nuevos instantes de gloria...
- Pues no, no es nuestra zona.... eso va a ser cosa de Novgorod... -dice, dudando.
- Claro... -respondo yo, comprensivo, mientras me imagino a algo peludo y enorme, de miembros largos y garras afiladas subiendo sin esfuerzo por el tejadillo del huerto, abriendo la ventana del salón de la casa de arriba y descabezando a la familia mientras unos colmillos enormes brillan a la luz de las lámparas de la abuela -¿y no podría usted avisar al puesto, comandancia, cuartel o similar que corresponda? Es que verá, estamos un poco nerviosos. Hay algo o alguien aullando en la vía del tren, a unos pocos metros de la ventana, y le juro que no es una lechuza...
La voz al otro lado del teléfono duda. Astutamente he decidido emplear el lenguaje sofisticado y ligeramente decimonónico que tanto identifica al Cuerpo, y eso descoloca a mi interlocutor. En mi interior, la bestia Bakunin se agita, carcajeándose.
Quizá sea conveniente explicar aquí que mis relaciones con el Cuerpo no han sido siempre todo lo afortunadas que ambos desearíamos. No es que yo haya violado la ley muy a menudo, es que ellos se han empeñado en aparecer en mi vida en los momentos más insospechados y en las actitudes más extrañas, como cuando fuí semi-secuestrado por dos motoristas de Tráfico completamente beodos en medio de una nevada espantosa y a las cuatro de la mañana junto a la fábrica de cemento abandonada de Boñar; o cuando se me requirió la documentación por sorpresa y con alevosía mientras flotaba pacíficamente tres kilómetros mar adentro y boca abajo cerca de Galicia. Por no hablar de la intervención de varios centollos fugitivos en unas escaleras de un embarcadero privado, o la carga barranco abajo de una docena de GC armados hasta los dientes de la que fuimos objeto cuando aparcábamos la lancha debajo de casa de Kike, como si fuéramos terroristas palestinos. En fin, podría seguir, pero entonces esta extraña historia, ya de por sí carente de toda lógica, acabaría por desquiciarse completamente...(algún día debería escribir mis memorias, pero entonces no tendría tiempo material para vivirlas).
Así pues, no puede decirse que los picoletos hayan tenido una intervención estelar en mi vida, pero sí han tenido algunos papelillos con frase para lucirse, y algo me dice que vamos a tener un nuevo encuentro. Al otro lado del teléfono la autoridad aún duda.
- Pues no sé si tengo el teléfono por aquí... -dice finalmente, después de revolver audiblemente unos papeles. Algo le dice que no esta bien despacharme con un número apuntado en una servilleta como si fuera un guiri perdido en un chiringuito, pero lo de los aullidos le tiene desconcertado.
- ¿Y si usara una emisora, radioteléfono o similar... ? -propongo, intentando ayudar -De un coche patrulla a otro, o algo así... No quiero decirle como tienen que hacerse estas cosas, usted es el profesional, claro, pero es que estoy algo preocupado, entiéndame... -De hecho he estado dándole pataditas nerviosas a un muro de la casa de al lado, y por el boquete me cabe ya más de medio pie. En mi imaginación se ha iniciado un episodio nuevo, y la Cosa que Bramaba en la Oscuridad ha rodeado la casa y va hacia la parte delantera. Desde las sombras acecha a un imbécil que da pataditas a una pared y que gesticula teléfono en mano a la luz de las farolas. La Cosa babea un icor espeso desde los colmillos. Gotea sobre las macetas y tiene la consistencia del Supergen.
- No se preocupe, que ya me hago cargo yo -decide de pronto la voz al otro lado del teléfono. Casi siento el crujido del uniforme al hincharse -Déjelo en mis manos. A ver, ¿como les explico dónde es el sitio?
Yo empiezo a darle detalles -dependiendo de la zona eso aquí puede llevar horas, y el estudio de los métodos locales de orientación supondría casi un tratado de geografía -y le comunico que la Guardia Civil suele patrullar por aquí a menudo.
La gente de la ciudad no se da cuenta de hasta que punto resultan importantes los picoletos para las zonas rurales. En muchos lugares apartados la vida sería una jungla sin ellos, y aunque para muchos aún son un mal recuerdo de cuando eran una herramienta de opresión, lo cierto es que la disminución de efectivos y la escasez de presupuesto se notan enseguida entre quienes menos medios tienen para defenderse. Un montón de gente de edad avanzada, que vive aislada y que no puede pagarse seguridad privada ni vivir en una urbanización de adosados depende de los "Patrol" de puertas verdes que pasan por el camino pegando botes para vivir tranquila...
Aqui tenemos suerte. Durante el día las patrullas de Tráfico salen de la autopista a tomarse unos chupitos, unas cervezas y un bocata en los bares de alrededor antes de seguir poniéndonos el alcoholímetro a los demás. Por las noches suele pasar varias veces algún coche. A veces se detiene a ver qué demonios hace el tipo con perilla que siempre tiene las luces encendidas hasta las tantas y que parece estar construyendo algún extraño artefacto cambiante para el que no parece haber madera ni herramientas suficientes. A veces los veo en el aparcamiento del ferrocarril, las luces apagadas, preguntándose porqué los vecinos no protestan por el ruido de los taladros y los martillazos. Reconozco que he llegado a hacer cosas deliberadamente extrañas para intrigarlos y que se pasen más a menudo por el pueblo. Una noche llené de helio una de mis balizas de pesca submarina amarillas y probé un sistema que soltaba piedrecitas tirando de un hilo. No tenía absolutamente ninguna utilidad práctica, pero los trajo locos una buena temporada. Me gusta aportar algo a la seguridad de mi comunidad.
Le digo al guardia del teléfono que estaré esperando con una linterna cerca de la carretera, y que haré señales cuando vea las luces del coche llegar. Cris se asoma en ése instante a la ventana y me pregunta que si he avisado a alguien, que si he hablado ya con la Guardia Civil (lo pronuncia así, con mayúsculas). Le digo que mejor no le explico como hemos llegado a ello, pero que vienen. También que cierre las ventanas, y me responde que ya no se oye pedir auxilio.
La idea me desconcierta.
- ¿Esa cosa pedía auxilio?
Ella titubea.
- ¿Que cosa?
Yo alucino.
- La cosa que aullaba. Tú dijiste que aullaba.
Ella duda un segundo y luego se encoge de hombros, obstinada.
- Aullaba pidiendo socorro. Eran aullidos de auxilio. Además, en algunos momentos me pareció que aullaba llamando a mi prima.
Y lo dice como si tal cosa.
Estoy desconcertado. La idea de que verdaderamente haya alguien pidiendo ayuda en la oscuridad me preocupa. Lo que yo he oído no parecía humano, pero si Cris dice que ha oído nombres (gritados con dificultad a causa de los innumerables dientes y la boca que no ha sido pensada para hablar, dice una vocecilla dubitativa agazapada dentro de mí). Si hubiera una persona herida...
Vuelvo al coche, arranco el motor y en ese momento mi hijo sale del portal.
- ¿Adónde vas? -me pregunta.
- A ver qué pasa, puede haber alguien herido.
- ¿Pegando esos aullidos...?.
Cris vuelve a asomarse a la ventana en ése momento.
- He llamado a la Guardia Civil. Me han dicho que ya estaban avisados, y que vienen enseguida -informa, con visible satisfacción. Me apetece llevarla conmigo, lanzarla hacia las sombras y que esa Cosa aullante y llena de dientes conozca lo que es el miedo y aúlle por algo.
Mi hijo se encoge de hombros.
- Mami cree que los aullidos eran llamando a Suni -dice.
La Cosa Aullante se ha convertido en un hombre lobo enamorado dándole una serenata a la prima de Cris, y la cosa debe de estar muy mal cuando el pobre pide auxilio. A mí me van a volver loco entre todos, pero yo he estado allí, pegado a los árboles, y he oído el bramido. Si el hombre lobo está enamorado, que se joda, pero yo he oído lo que he oído y no pienso moverme hasta que no llegue la Guardia Civil.
Dejo el coche, empuño la linterna, el móvil y un peligroso llavero arrojadizo (sí, que nadie diga nada, por favor) y echo a andar, a pie, hasta el cruce entre la carretera y el camino, en la esquina de la finca.
Pasan diez minutos.
No se oye nada. No se ven luces. No se oyen sirenas. La noche está en calma y desde esa esquina se ve el puente de la carretera a lo lejos. El rollo de los gritos de auxilio me ha fastidiado el esquema de la Cosa amenazadora, que tan cómodo resultaba. Ahora ya no me imagino una bestia sedienta de sangre y de largos brazos armados de garras acechando en la oscuridad, sino a alguien herido que se desangra y pide ayuda cada vez más débilmente. En el nuevo telefilme llega la policía, y las ambulancias, y los coches patrulla (aunque no imagino cómo demonios iban a caber todos en el camino vecinal, y como además llueva se les van a tener que sumar algunas grúas para sacarlos), y alguien con la cara del Doctor House extiende una sábana sobre un cuerpo humano y murmura que si alguien hubiera hecho algo (algo fácil, intuitivo, sencillo, que todo el mundo sabe que hay que hacer mientras llega la ayuda, aunque no se me ocurre qué) quizá no habría muerto. Al acabar la frase lanza una mirada dura. Me siento fatal.
A tomar vientos, me digo. Solo han pasado cinco minutos desde que todo empezó, auque parecen horas. Voy a subir.
Y entonces oigo algo moverse, y pego un salto que hubiera hecho palidecer de envidia a Jackie Chan. Al otro lado del puente caen unas piedrecitas que ruedan hasta mis pies. Algo está bajando por el camino...
Un señor delgaducho y de mirada acuosa aparece por la cuesta con su bolsita de lona y un cigarro en la comisura de los labios. Es una especie de Anacleto, Agente Secreto (by Vázquez) pero en versión esmirriada y sin smóking. Le conozco. Va a trabajar a la fábrica cercana y baja andando desde un grupo de casitas construidas en tiempos del paternalismo patronal. Dobla la esquina, se encuentra con el vecino loco de la perilla que hace cosas extrañas (por ejemplo, ahora agita una linterna halógena y escudriña las sombras) y ni se inmuta. Lleva una media sonrisa en el rostro cuando dice "Buenas..." y sigue como si nada, hacia la fábrica (la geografía de la zona, que abarca bosques, granjas, fábricas, yacimientos arqueológicos, iglesias abandonadas, naves industriales semigóticas y otras particularidades será estudiada en su momento, ahora sólo limítate a leer y no intentes comprender nada, estimado visitante).
Me quedo un tanto mosca. Ni siquiera me ha preguntado si pasa algo.
Estoy pensando en ello cuando oigo otro ruido a mi espalda. Presa del terror giro sobre mí mismo estirando una mano, pero no es la que sostiene la linterna, y mis esfuerzos sólo consiguen encender la pantalla del móvil que mantengo entre mi cuerpo y las sombras. Bañada en su débil luz azul, Cris me mira, escéptica, y me pregunta si pienso llamar a alguien con la linterna mientras ilumino el camino con el Nokia. Están tardando lo suyo, dice. Si ocurriera algo grave -verdaderamente grave, quiere decir, no una Cosa que aúlla llamando a su prima en nuestro patio trasero, entre las sombras -ya estaríamos todos muertos. Yo desde luego estoy a punto de que me de un infarto, pero también empieza a pesar lo suyo la culpabilidad. Desde que estoy en la esquina no he dejado de darle vueltas. ¿Y si hay alguien herido?¿Y si la oscuridad, las sombras y los gritos desde casa me hicieron interpretar como bramidos horrorosos lo que en realidad eran gritos de auxilio? Le digo que espere a la patrulla, que yo voy a subir. Ella dice que ni hablar (no tengo claro si a lo primero, a lo segundo o a ambas cosas). Entonces cojo la linterna, doblo la esquina del cruce y empiezo a caminar senda arriba.
En unos minutos estoy al lado del talud del ferrocarril, rodeado de sombras y silencio. Las luces de la fachada trasera de la casa se encienden. De nuevo hay siluetas en las ventanas. Dos pasos más y piso las piedras del borde del tendido ferroviario y me pongo al mismo nivel que lo que quiera que haya más allá.
No se oye nada. Ni un movimiento.
No enciendo la linterna todavía, veo bien en la oscuridad y espero a que mis pupilas se dilaten antes de caminar sobre la vía. Espero unos segundos sin volverme hacia las luces que hay detrás de mí, para impedir que las pupilas se contraigan de nuevo. Comienzo a caminar sobre las traviesas de hormigón. Hijos de Escocia, pero que miedo tengo... ¿Y yo por qué coño me meto en estos berenjenales...?
Y entonces recuerdo la media sonrisa del tío que bajaba por el camino. Y que no me ha preguntado nada. Son las diez de la noche en un pueblo solitario de casa dispersas, y ha visto a uno de sus vecinos en un cruce, con una linterna en la mano, y ni siquiera le pregunta si ha perdido algo...
Y entonces el telefilme cambia, y entre las ambulancias, los coches patrulla y las grúas aparece Grissom con sus guantes de látex y su mirada escéptica. Está explicándole a la maciza pelirroja que fue bailarina que a menudo los testigos destrozan las evidencias con sus huellas, y que mis pisadas y mis señales se confunden con otras por todas partes, cerca del cadáver. Y yo estoy en medio de las sombras, con la linterna apagada y en un lugar donde he oído unos bramidos espantosos surgiendo de la oscuridad, y todo lo que he sacado en claro hasta el momento es que veo demasiada televisión. Y menos mal, me digo, que también ves mucho cine, y sabes reconocer al instante uno de esos momentos en los que te revuelves en el sillón y te preguntas como es posible que ese tarado esté entrando en ese corredor de pavorosa oscuridad donde se han oído unos murmullos espantosos y donde han muerto ya todos sus colegas de universidad y las tres macizas que viajaban con ellos. ¡Pero vaya...!¡Si es justo lo que estás haciendo...!
Me quedo clavado. Es ridículo, pero me quedo clavado. Una vocecilla en mi interior se parte el culo y comenta que si Beowulf hubiera visto tanta televisión y tanto cine como para acojonarse imaginando cosas más terribles que el propio Grendel, el poema danés describiría una partida de cartas.
Y en ése momento, a medio camino entre CSI y la Matanza de Texas 2004, Cris se asoma a una de las ventanas traseras y grita algo. Al oírla me giro en medio de la vía férrea, olvidando las sombras que hay a mi espalda, y miro a lo lejos, hacia la carretera.
Una luz azul brillante se mueve rápida sobre el puente, a lo lejos. Aún a algunos minutos, pero en camino hacia el oscuro trance en el que me encuentro, llega, al fin, la Meretérica.

13 abril 2006

Aullidos, nocturnidad y un tendido ferroviario (1)

Sábado, ocho y media de la tarde de un fin de semana cualquiera, hace unos días.
Estoy intentando encender la chimenea cuando oigo los golpes en la puerta. Son golpes frenéticos, ansiosos, y antes de que su eco se desvanezca ya sé que no es alguien que se ha perdido (a veces ocurre) o que piensa que es un bar y está cerrado (nunca he entendido a estos últimos, si creen que está cerrado, ¿para que coño llaman...?).
La chimenea con la que me peleo es en realidad una estufa Franklin de hierro, enorme y vieja, con dos puertas inmensas que cierran el hogar. Se la compré de segunda mano a un pobre hombre que trabajaba con nosotros y que pasó a mejor vida en tristes circunstancias. Después de instalarla y reparar fugas y grietas por todas partes he tenido que pagar una fortuna a un supuesto albañil para que colocara un tubo de dos metros en el tejado, donde yo no llego por culpa del vértigo. La portentosa hazaña, que le ha llevado apenas una tarde, me cuesta media nómina. Por si fuera poco, en mi primera compra de madera al por mayor me han pillado fuera de casa a la hora de la entrega y me han dejado una tonelada de roble magnífico, pero más húmedo que los pasamanos del Titanic. La madera mojada provoca unas humaredas alucinantes y encima no hay dios quien la encienda, y yo soy demasiado orgulloso para usar las putas pastillas de barbacoa para domingueros. En el viejo caserón de piedra en el que vivo lo de que ha llegado la primavera es un rumor sin confirmar, y en la planta baja que es mi refugio el suelo parece permafrost siberiano. El frio atraviesa las viejas baldosas graníticas, pasa como si nada por las suelas de mis botas y sube por mis huesos hasta el cerebro, donde me congela las ideas. Luego la gente me pregunta por qué casi siempre escribo acerca de glaciaciones y lugares frios. Aquí los quisiera ver yo...
Estoy, pues, en uno de esos fines de semana enclaustrados en los que lucho contra la vejez de los materiales, el desorden, la falta de tiempo, la humedad, el frío cavernario y mi natural dispersión mental. El objetivo, lejano aún, es lograr algún día reinstaurar un cierto orden en mi vida, y reconstruir de una maldita vez la biblioteca -antes de que mis libros se conviertan en un efecto óptico de un remake de la "La Máquina del Tiempo".
Pero estaban aporreando la puerta, no empecemos a divagar.
Abro y allí están Cris y mi hijo. Tienen el rostro desencajado y alarma en los ojos. Creo que Cris estaba gritando, pero como al mismo tiempo aporreaba no se la oía.
-¡¡El teléfono, coge el teléfono!!


Estoy confuso. Giro buscando el teléfono, que está donde siempre, entre el Tazz bateador y el revólver, sobre las estanterías para cedés llenas de cosas olvidadas. Es uno de los pocos lugares donde funciona. A veces falla la cobertura, en parte por culpa de las paredes, que están hechas como para resistir un asedio medieval, y en parte porque las compañías de telefonía móvil han girado sus antenas hacia zonas más residenciales sin añadir cobertura (y sin avisar, y te jodes), y ahora ésta viene y va a su bola. Pero de todos modos, que no me haya enterado de que me llaman no es para montar este cirio. Antes de que pueda decir nada más Cris añade a gritos que alguien esta aullando en la parte de atrás. Aullidos terribles, dice. Mi hijo asiente sin decir nada, pero muy nervioso. Es un tipo tranquilo, de una flema casi británica, de modo que al verle así yo empiezo a dar vueltas, desconcertado. Cris sigue hablando, pero ya no la oigo. Tiene el don de poner a la gente al borde del caos, es uno de sus superpoderes. Me empuja para que vaya más rápido. Si se pusiera una capa, unos leotardos y aprendiera a volar con un puño por delante, crecientes olas de histeria y pánico sacudirían el mundo como un tsunami en el sentido de su vuelo... Por suerte hay una parte de mí que desconecta cuando pasan estas cosas (la costumbre, suelen pasarme cosas raras y a estas alturas mi instinto me sirve bien, mi joven Padawan) y encuentro el móvil, las llaves y una linterna antes de darme cuenta de que estoy fuera, caminando hacia el coche. Le digo a mi hijo que suba a la casa de arriba y que cierre por dentro, y arranco el motor mientras hago una revisión mental del entorno para ponerme en situación.
En primer lugar, vivo en un sitio muy raro. Algún día le dedicaré una entrada entera. Dejo de lado otras excentricidades geográficas y paisajísticas y me concentro en la parte de atrás, que es de dónde al parecer salen los aullidos. Yo aún no he oído nada, pero cuando pienso en aullidos en la parte de atrás de la casa se me erizan hasta las pestañas.
Veamos, detrás de la casa hay un pequeño huerto. Está delimitado por la vía del tren, que alegra mis horas y aporta a mi vida algunos pasajes de cierto interés. Las leyes de este país y la herencia del capitalismo manchesteriano del XIX, unidas a la chulería estatal franquista, han dotado al ferrocarril de poderes casi feudales sobre cualquier propiedad anexa, entre los que se incluyen joderte las plantas, regar tu huerta con venenos y herbicidas, invadir tus propiedad, volcar materiales sobre ella, almacenar maquinaria, dejar cosas olvidadas, paso y uso a ambos lados de la vía, derecho a realizar las obras que gusten a la hora que quieran...
El ferrocarril, en suma, alegra inconmensurablemente mi vida. Sí, algún día hablaré de eso también.
Más allá del talud que invade mi huerto y de la vía del tren hay una carretera estrecha que toca la vía tangencialmente -permitiendo a los conductores de tractores borrachos que bajan por la pronunciada pendiente haciendo rally folk caer en mi huerto sin causar perjuicios al tráfico ferroviario -y más allá comienza la Europa de la Edad de Hierro que los naturalistas que viven cómodamente en las ciudades tanto añoran: bosques, praderas, monte bajo, enormes lauredales oscuros y ni una puñetera luz eléctrica.
En unos minutos rodeo la finca y subo pendiente arriba, hacia la vía. Más allá solo hay oscuridad, y pongo las luces largas. Bajo las ventanillas, detengo el coche, miro hacia mi casa y veo las ventanas encendidas y siluetas recortándose, pero yo no oigo nada. Apago el motor, y me estiro todo lo que puedo -la vía pasa a mi derecha, y por lo tanto tengo menos campo de visión, suponiendo que pudiera ver algo en esa negrura -pero cuando apago el motor puedo oír que desde casa me están gritando que no me baje y que arranque, que me vaya, que me vaya. Me pregunto entonces para qué coño me han llamado, luego pienso que pueden estar viendo venir algo que yo no veo y arranco. El coche termina de subir la cuesta, se separa de la vía y sube monte arriba. Sigo sin oír nada.
Doy la vuelta algunos metros más allá y emprendo el camino de bajada, con las luces encendidas pero muy despacio. Al llegar al punto de intersección del camino con la vía me detengo, apago el motor, dejo las luces largas y asomo la cabeza. La vía está a mi izquierda, y debería oír algo.
Y entonces, en efecto, lo oigo.

En fin, no soy muy impresionable, pero tampoco soy un témpano de hielo. El aullido, medio ulular, medio bramido, que surge de las sombras, más allá de la vía y de los árboles, es inhumano. Sube y baja, próximo pero sin que pueda situarlo, y los árboles son tan espesos que la linterna no me muestra nada más que formas retorcidas de color gris que se agitan (de día, sencillos arbustos y ramas, aunque ahora parece una fiesta de cumpleaños de la familia de Alien).


El bramido se repite, siento que se mueven piedras al otro lado de la barrera de oscuridad, y recuerdo a Roy Scheider en "Tiburón" diciendo que necesitan un barco más grande. Le comprendo. Yo lo que necesito es un hacha vikinga de doble filo. O un AK47 kalashnikov. De un modo confuso, pero que en ése instante tiene una extraña coherencia, recuerdo haber comentado alguna vez que en ciertos lugares del mundo todo hijo de vecino parece tener una ametralladora en casa. Sabias y antiguas culturas, me digo. Y "eso" vuelve a bramar, algo profundo, poderoso, paralizador, casi un rugido, y siento que se mueven más piedras, muchas más piedras entre las sombras, sobre la vía. También oigo voces que me gritan desde las ventanas "¿lo oyes, lo oyes?" y "¡¡sal de ahí, sal de ahí!!".
Y coño que si salgo. Arranco en frio y el coche sale cuesta abajo y yo me niego a mirar por el retrovisor, por si veo algo. No voy a esperar a ver qué sale de esas sombras estando yo armado tan sólo con mi nokia y un llavero, lo siento. Salgo huyendo, aunque con cierta elegancia que remato derrapando suavemente en la curva. Finalmente me detengo ante la fachada delantera de mi casa, la que se abre a un paisaje algo más civilizado, aunque un tanto desolado. El parque sombrío de enfrente, el perro de una vecina aullando bajo una bombilla amarillenta y dos gatos sentados sobre la máquina de Cocacola del estanco me parecen de pronto la quintaesencia de la vida urbana. Y es curioso lo acogedoras que pueden resultar de pronto unas vulgares farolas...

(Continuará...)

06 abril 2006

Compartiendo impresiones: V de Vendetta



Sí, ya sé, la película va a estrenarse dentro de unos días. Puede que hoy mismo.
Precisamente por eso he intentado adelantarme con esta entrada. Porque una vez hayamos visto la película, será ya imposible aislar lo que el cómic nos había dicho por sí mismo, y nuestras percepciones de la historia se verán probablemente -espero que con algún provecho -contaminadas para siempre por las imágenes de la pantalla. Somos animales visuales, y la sofisticación que en nosotros ha alcanzado ese sentido trae también sus servidumbres. No sé hasta que punto esto resultará injusto con el cómic. Sea como fuere, es de éste, y no de otra cosa -aún no -de lo que quería hablar aquí.
Y convendría empezar por decir, en primer lugar, que no soy un experto en comics.
Esto no quiere decir que no lea comics. Por si a estas alturas no te habías dado cuenta, amable visitante, le tengo un cierto apego al fantástico y a la CF, y ello implica casi forzosamente tener referencias del mundo del cómic, aun cuando no sea éste el medio de expresión que más atrae mi atención. La tuvo durante un tiempo, antes de que los pedantes, los aburrecachalotes y los pseudointelectuales se cargaran el cómic europeo con sus comeduras de tarro depresivas y sus idas de olla pretenciosas.
Pero esa es otra historia, y tampoco será contada aquí y ahora. Ni hablar.
La historia que sí será contada empezó en algún momento de los noventa, en una mañana aburrida de verano, cuando por alguna razón bajé a un kiosko cercano a la oficina. Ojeaba algunas revistas de informática (bueno, vale, esas también) cuando vi algunos comics justo al lado. Uno me llamó la atención en particular, lo ojeé, empecé a leerlo, me lo llevé (ni yo ni gran parte del mundo sabíamos en aquel momento quién demonios era el tal Alan Moore). En el cómic había un tipo extraño, oculto tras lo que parecía una máscara con coloretes, vestido como un sombrío caballero inglés del XVI. Había también una Inglaterra contemporánea sometida a una dictadura feroz, y a pesar de que los dibujos no eran nada del otro mundo su forma de servir a la historia sin crear distracciones resultaba casi un alivio. Aquel día no hice gran cosa en la oficina. Las páginas volaban.
Era una serie. Tuve que buscar más cuadernos, esperar meses, reunir los pedazos de la historia en el difícil entorno de una ciudad de provincias con apenas una o dos tiendas especializadas. Me costó trabajo, pero al final conseguí leer V de Vendetta.
Cinco de noviembre de 1996. Inglaterra está sometida a una feroz dictadura. Una guerra nuclear limitada casi ha destruido el mundo. Europa no existe, África ha sido devastada, y la vida cotidiana tal y como lo conocíamos en los ochenta ha cambiado. Aunque la isla se salvó en un principio de las bombas, los cambios climáticos y las hambrunas han hecho su parte del trabajo. Con el gobierno desaparecido y caos por todas partes, una alianza de grupos de extrema derecha y grandes empresas se ha hecho con el control. Las minorías, los negros, los pakistaníes, los izquierdistas y los homosexuales han desaparecido, internados en campos de concentración. Es una niña convertida en jovencita hambrienta quien nos cuenta todo esto: "Papá estuvo en un grupo socialista cuando era joven. Vinieron a por él una mañana de septiembre de 1993... Era mi cumpleaños. Cumplía doce. Nunca volví a verle". Los dibujos no son gran cosa, tal vez ni Corben ni Moebius se hubieran dignado siquiera mirarlos en sus tiempos de gloria. Son viñetas sencillas. Sólo es una historia. La lees y te preguntas que hay en ella, en su cadencia, en el ritmo, en las palabras, que hace que tengas los ojos tan húmedos.
Y luego está él. Con su traje del siglo XVI. Los lectores anglosajones le reconocen al instante, porque la fecha no es una fecha cualquiera. Es el cinco de noviembre, el día de la Conspiración de la Pólvora. "Remember, remember, the fifth of November", recitan los niños en Inglaterra. Ese mismo día, en 1605, un grupo de conspiradores intentó volar el Parlamento para reinstaurar el catolicismo en Inglaterra, o al menos eso cuentan los libros. Desde entonces, el hombre que debía encender la mecha, Guido Guy Fawkes ha sido un personaje del folklore anglosajón, algo así como el hombre del saco anglicano. El primer terrorista moderno, con su máscara de satisfacción y su traje oscuro de conspirador nocturno.
Solo que no estamos en 1605. Solo que las tornas han cambiado, y ahora la máscara del incendiario es una terrible, deliberada provocación.
Y esta vez lo consigue. En medio del hambre, la miseria, la cobardía y la desesperanza de una Inglaterra postrada, el hombre disfrazado de Guy Fawkes vuela por los aires el edificio del Parlamento, llenando de luz y fuegos artificiales el cielo del Londres más oscuro que jamás haya existido...
Página a página, este ser solitario que nunca se quita la máscara va desmontando, ridiculizando, destruyendo el sistema neofascista por dentro. Desentrañar las historias a través de las cuales se van moviendo los personajes sería una crueldad para quien no haya leído el cómic. Paso a paso, historia tras historia, cada personaje que ha colaborado en crear y mantener este régimen sufre su calmada, irónica, a veces extrañamente cálida venganza, dejándonos ver los rasgos de crueldad o cobardía que les hicieron llegar a ser deudores de este extraño vengador. Y nosotros, a medida que leemos, dejamos también un jirón de nosotros mismos en cada historia al preguntarnos qué habríamos hecho, o al reconocernos en la rabia o la venganza. No es, pues, una historia fácil de leer. Y entonces, en el capítulo diez, llega la carta de Valerie, escrita en un rollo de papel higiénico durante su degradación en el campo de concentración, y te preguntas cómo contará esto la película, si es que llega a contarlo, y cómo es posible que la historia de una actriz inglesa lesbiana en esta distopía de cf pesimista te queme de esta manera por dentro, y te haga cerrar el cómic porque no puedes seguir leyendo de un tirón. Y comprendes, de pronto, que una de las formas de reconocer una obra maestra en cualquier arte es sentir cómo ya no eres el mismo individuo que había sostenido hasta hace un instante ése cuaderno de cómic que tienes abierto ante ti.
Y entonces vuelves a leer, con cierta dificultad para distinguir las letras, porque el mundo se ha vuelto un poco borroso: "Es extraño que mi vida acabe en un lugar tan terrible, pero durante tres años recibí rosas y no me disculpé ante nadie. Moriré aquí. Perecerá hasta el ultimo resquicio de mi ser... excepto uno. Uno sólo. Es pequeño, y frágil, y es la única cosa que vale la pena tener en este mundo. Nunca debemos perderla, ni venderla, ni regalarla. Nunca debemos dejar que nos la quiten". Y te preguntas dónde demonios has pillado este maldito catarro, y toses y usas el pañuelo con cierto disimulo mientras intentas seguir leyendo.
No sé a donde fueron a parar aquellos primeros comics de V que compré, porque el mundo y yo -lo que viene a ser lo mismo -hemos dado unas cuantas vueltas desde entonces. De hecho, todas esas vueltas no han hecho sino confirmar los temores que Alan Moore y David Lloyd expresaban en la introducción de la edición de DC. Aunque el mundo en el que ellos albergaron los temores de V ha desparecido, las Patriot Acts, los desfiles exaltados, los discursos que defienden la reducción de las libertades por situaciones de emergencia temporales que nunca cesan y la desconfianza hacia lo diferente no han hecho sino crecer y extenderse como un cáncer en las sociedades que creíamos libres. Del mismo modo, la cobardía, las mentiras a medias, las acusaciones sin pruebas, las insidias y las insinuaciones no hacen sino asaltarnos continuamente desde medios que al mismo tiempo se llenan la boca hablando de la libertad, como si la hubieran inventado ellos y los demás no tuviéramos memoria y no recordáramos de dónde vienen...
Hay en nuestro mundo tanta rabia, tanta ignorancia y tantos deseos de acallar, eliminar, pisotear e imponer como los que se nos muestran en V, y nosotros no tenemos de nuestro lado a ningún misterioso Guy Fawkes capaz de ocultarse en las sombras y tramar la extinción de los tiranos. Sí tenemos, en cambio, a muchos Lewis Prothero voceando furiosos desde alguna ecuménica emisora de radio, y también a algún aspirante a ser La Voz de Torre Jordan dirigiendo algún periódico cateto pero de mundana intención. Sea como fuere, al volverse intemporal y ser tan necesario en estos tiempos revueltos y oscuros como lo fue al ser creado en los ochenta, el cómic cumple otra de las cualidades atribuibles a una obra maestra para ser reconocida: la universalidad.
En el 2002 una edición de Norma en tapas duras solucionó mis problemas de conservación, y me apresuré a comprar dos volúmenes. Uno de ellos está en mi estantería, y al ojearlo para escribir esta entrada no he podido evitar releerlo, y sentir de nuevo la comezón en las entrañas que dejan sus páginas.
El otro ejemplar está en la habitación de mi hijo, mucho más leal en su relación con el cómic que yo. Se lo entregué con la esperanza de que le gustara tanto como a mí, convencido de haber puesto en sus manos una pequeña obra de arte de la narrativa, y también de estar enseñándole algo valioso.
Una intención parecida ha originado esta entrada: compartir un instante de rara belleza con quienes ya lo hubieran leído, y animar a aquellos que sólo lo conocían de oídas a buscarlo y enredarse en su tristeza y recordar. Recordar que existe un ultimo resquicio de nuestro ser que es pequeño y frágil, y que es la única cosa que vale la pena tener en este mundo. Y que nunca, nunca debemos permitir que alguien decida que no tendremos más rosas.

Vuestro, afectuosamente
Skalagrim.
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