No encuentro nada en la memoria del teléfono y acabo llamando al 091, que es el primer número de emergencias que se me viene a la cabeza.
- Comisaria de policía -me dicen al otro lado.
- Buenas -le digo yo. En mi cabeza flota un "ante todo, buenas tardes" que no sé de donde viene, lo habré visto en alguna película -Verá, llamo porque se oyen unos gritos espantosos en la parte de atrás de mi casa. Estoy un poco nervioso y este es el primer numero en que he pensado.
- ¿Desde donde me llama...? -me pregunta.
- Le llamo de Samarcanda (por decir algo, no quiero manifestaciones de fans a la puerta de casa), cerca de la estación del tren.
-Ah, no -dice él, entre compungido y aliviado -esto es la comisaria de Xanadú. Lo suyo es cosa de la Guardia Civil. No sé de que comandancia, pero es cosa de ellos.
Esto lo veía yo venir, y quizá por eso ni me inmuto.
-¿Y usted no tendría forma de avisarles? -pregunto.
- Hombre, mejor que les llame usted. Así reciben la información de primera mano. Le doy el número del cuartel de aquí, que es el que tenemos, y ya ellos le dirán...
Bien, me digo, esto es lo que pasa cuando se tienen media docena de organizaciones de policía en un país y una sola Cosa Aullante en el patio de tu casa. Tomo nota mental del número, le doy las gracias, cuelgo y marco rápidamente.
- Buenas -vuelvo a decir.
- Guardia Civil, dígame.
- Verá, se oyen unos gritos espantosos en la parte de atrás de mi casa, y como estoy algo nervioso he marcado el 091 y ha salido la policía de Xanadú, que me ha dado su número. No sé si esto les corresponde a ustedes...
- ¿Desde donde me llama? -pregunta, diligente.
- De Samarcanda. A unos doscientos metros de la estación del tren -respondo. No me veo reflejado en ninguna parte, pero sé que mi ceja izquierda ocupa en ese momento la mitad de mi frente. Me conozco. El espíritu salvaje de Bakunin que habita en mis tripas empieza su ascensión hacia la luz, en busca de nuevos instantes de gloria...
- Pues no, no es nuestra zona.... eso va a ser cosa de Novgorod... -dice, dudando.
- Claro... -respondo yo, comprensivo, mientras me imagino a algo peludo y enorme, de miembros largos y garras afiladas subiendo sin esfuerzo por el tejadillo del huerto, abriendo la ventana del salón de la casa de arriba y descabezando a la familia mientras unos colmillos enormes brillan a la luz de las lámparas de la abuela -¿y no podría usted avisar al puesto, comandancia, cuartel o similar que corresponda? Es que verá, estamos un poco nerviosos. Hay algo o alguien aullando en la vía del tren, a unos pocos metros de la ventana, y le juro que no es una lechuza...
La voz al otro lado del teléfono duda. Astutamente he decidido emplear el lenguaje sofisticado y ligeramente decimonónico que tanto identifica al Cuerpo, y eso descoloca a mi interlocutor. En mi interior, la bestia Bakunin se agita, carcajeándose.
Quizá sea conveniente explicar aquí que mis relaciones con el Cuerpo no han sido siempre todo lo afortunadas que ambos desearíamos. No es que yo haya violado la ley muy a menudo, es que ellos se han empeñado en aparecer en mi vida en los momentos más insospechados y en las actitudes más extrañas, como cuando fuí semi-secuestrado por dos motoristas de Tráfico completamente beodos en medio de una nevada espantosa y a las cuatro de la mañana junto a la fábrica de cemento abandonada de Boñar; o cuando se me requirió la documentación por sorpresa y con alevosía mientras flotaba pacíficamente tres kilómetros mar adentro y boca abajo cerca de Galicia. Por no hablar de la intervención de varios centollos fugitivos en unas escaleras de un embarcadero privado, o la carga barranco abajo de una docena de GC armados hasta los dientes de la que fuimos objeto cuando aparcábamos la lancha debajo de casa de Kike, como si fuéramos terroristas palestinos. En fin, podría seguir, pero entonces esta extraña historia, ya de por sí carente de toda lógica, acabaría por desquiciarse completamente...(algún día debería escribir mis memorias, pero entonces no tendría tiempo material para vivirlas).
Así pues, no puede decirse que los picoletos hayan tenido una intervención estelar en mi vida, pero sí han tenido algunos papelillos con frase para lucirse, y algo me dice que vamos a tener un nuevo encuentro. Al otro lado del teléfono la autoridad aún duda.
- Pues no sé si tengo el teléfono por aquí... -dice finalmente, después de revolver audiblemente unos papeles. Algo le dice que no esta bien despacharme con un número apuntado en una servilleta como si fuera un guiri perdido en un chiringuito, pero lo de los aullidos le tiene desconcertado.
- ¿Y si usara una emisora, radioteléfono o similar... ? -propongo, intentando ayudar -De un coche patrulla a otro, o algo así... No quiero decirle como tienen que hacerse estas cosas, usted es el profesional, claro, pero es que estoy algo preocupado, entiéndame... -De hecho he estado dándole pataditas nerviosas a un muro de la casa de al lado, y por el boquete me cabe ya más de medio pie. En mi imaginación se ha iniciado un episodio nuevo, y la Cosa que Bramaba en la Oscuridad ha rodeado la casa y va hacia la parte delantera. Desde las sombras acecha a un imbécil que da pataditas a una pared y que gesticula teléfono en mano a la luz de las farolas. La Cosa babea un icor espeso desde los colmillos. Gotea sobre las macetas y tiene la consistencia del Supergen.
- No se preocupe, que ya me hago cargo yo -decide de pronto la voz al otro lado del teléfono. Casi siento el crujido del uniforme al hincharse -Déjelo en mis manos. A ver, ¿como les explico dónde es el sitio?
Yo empiezo a darle detalles -dependiendo de la zona eso aquí puede llevar horas, y el estudio de los métodos locales de orientación supondría casi un tratado de geografía -y le comunico que la Guardia Civil suele patrullar por aquí a menudo.
Le digo al guardia del teléfono que estaré esperando con una linterna cerca de la carretera, y que haré señales cuando vea las luces del coche llegar. Cris se asoma en ése instante a la ventana y me pregunta que si he avisado a alguien, que si he hablado ya con la Guardia Civil (lo pronuncia así, con mayúsculas). Le digo que mejor no le explico como hemos llegado a ello, pero que vienen. También que cierre las ventanas, y me responde que ya no se oye pedir auxilio.
La idea me desconcierta.
- ¿Esa cosa pedía auxilio?
Ella titubea.
- ¿Que cosa?
Yo alucino.
- La cosa que aullaba. Tú dijiste que aullaba.
Ella duda un segundo y luego se encoge de hombros, obstinada.
- Aullaba pidiendo socorro. Eran aullidos de auxilio. Además, en algunos momentos me pareció que aullaba llamando a mi prima.
Y lo dice como si tal cosa.
Estoy desconcertado. La idea de que verdaderamente haya alguien pidiendo ayuda en la oscuridad me preocupa. Lo que yo he oído no parecía humano, pero si Cris dice que ha oído nombres (gritados con dificultad a causa de los innumerables dientes y la boca que no ha sido pensada para hablar, dice una vocecilla dubitativa agazapada dentro de mí). Si hubiera una persona herida...
Vuelvo al coche, arranco el motor y en ese momento mi hijo sale del portal.
- ¿Adónde vas? -me pregunta.
- A ver qué pasa, puede haber alguien herido.
- ¿Pegando esos aullidos...?.
Cris vuelve a asomarse a la ventana en ése momento.
- He llamado a la Guardia Civil. Me han dicho que ya estaban avisados, y que vienen enseguida -informa, con visible satisfacción. Me apetece llevarla conmigo, lanzarla hacia las sombras y que esa Cosa aullante y llena de dientes conozca lo que es el miedo y aúlle por algo.
Mi hijo se encoge de hombros.
- Mami cree que los aullidos eran llamando a Suni -dice.
La Cosa Aullante se ha convertido en un hombre lobo enamorado dándole una serenata a la prima de Cris, y la cosa debe de estar muy mal cuando el pobre pide auxilio. A mí me van a volver loco entre todos, pero yo he estado allí, pegado a los árboles, y he oído el bramido. Si el hombre lobo está enamorado, que se joda, pero yo he oído lo que he oído y no pienso moverme hasta que no llegue la Guardia Civil.
Dejo el coche, empuño la linterna, el móvil y un peligroso llavero arrojadizo (sí, que nadie diga nada, por favor) y echo a andar, a pie, hasta el cruce entre la carretera y el camino, en la esquina de la finca.
Pasan diez minutos.
A tomar vientos, me digo. Solo han pasado cinco minutos desde que todo empezó, auque parecen horas. Voy a subir.
Y entonces oigo algo moverse, y pego un salto que hubiera hecho palidecer de envidia a Jackie Chan. Al otro lado del puente caen unas piedrecitas que ruedan hasta mis pies. Algo está bajando por el camino...
Un señor delgaducho y de mirada acuosa aparece por la cuesta con su bolsita de lona y un cigarro en la comisura de los labios. Es una especie de Anacleto, Agente Secreto (by Vázquez) pero en versión esmirriada y sin smóking. Le conozco. Va a trabajar a la fábrica cercana y baja andando desde un grupo de casitas construidas en tiempos del paternalismo patronal. Dobla la esquina, se encuentra con el vecino loco de la perilla que hace cosas extrañas (por ejemplo, ahora agita una linterna halógena y escudriña las sombras) y ni se inmuta. Lleva una media sonrisa en el rostro cuando dice "Buenas..." y sigue como si nada, hacia la fábrica (la geografía de la zona, que abarca bosques, granjas, fábricas, yacimientos arqueológicos, iglesias abandonadas, naves industriales semigóticas y otras particularidades será estudiada en su momento, ahora sólo limítate a leer y no intentes comprender nada, estimado visitante).
Me quedo un tanto mosca. Ni siquiera me ha preguntado si pasa algo.
Estoy pensando en ello cuando oigo otro ruido a mi espalda. Presa del terror giro sobre mí mismo estirando una mano, pero no es la que sostiene la linterna, y mis esfuerzos sólo consiguen encender la pantalla del móvil que mantengo entre mi cuerpo y las sombras. Bañada en su débil luz azul, Cris me mira, escéptica, y me pregunta si pienso llamar a alguien con la linterna mientras ilumino el camino con el Nokia. Están tardando lo suyo, dice. Si ocurriera algo grave -verdaderamente grave, quiere decir, no una Cosa que aúlla llamando a su prima en nuestro patio trasero, entre las sombras -ya estaríamos todos muertos. Yo desde luego estoy a punto de que me de un infarto, pero también empieza a pesar lo suyo la culpabilidad. Desde que estoy en la esquina no he dejado de darle vueltas. ¿Y si hay alguien herido?¿Y si la oscuridad, las sombras y los gritos desde casa me hicieron interpretar como bramidos horrorosos lo que en realidad eran gritos de auxilio? Le digo que espere a la patrulla, que yo voy a subir. Ella dice que ni hablar (no tengo claro si a lo primero, a lo segundo o a ambas cosas). Entonces cojo la linterna, doblo la esquina del cruce y empiezo a caminar senda arriba.
En unos minutos estoy al lado del talud del ferrocarril, rodeado de sombras y silencio. Las luces de la fachada trasera de la casa se encienden. De nuevo hay siluetas en las ventanas. Dos pasos más y piso las piedras del borde del tendido ferroviario y me pongo al mismo nivel que lo que quiera que haya más allá.
No se oye nada. Ni un movimiento.
Y entonces recuerdo la media sonrisa del tío que bajaba por el camino. Y que no me ha preguntado nada. Son las diez de la noche en un pueblo solitario de casa dispersas, y ha visto a uno de sus vecinos en un cruce, con una linterna en la mano, y ni siquiera le pregunta si ha perdido algo...
Y entonces el telefilme cambia, y entre las ambulancias, los coches patrulla y las grúas aparece Grissom con sus guantes de látex y su mirada escéptica. Está explicándole a la maciza pelirroja que fue bailarina que a menudo los testigos destrozan las evidencias con sus huellas, y que mis pisadas y mis señales se confunden con otras por todas partes, cerca del cadáver. Y yo estoy en medio de las sombras, con la linterna apagada y en un lugar donde he oído unos bramidos espantosos surgiendo de la oscuridad, y todo lo que he sacado en claro hasta el momento es que veo demasiada televisión. Y menos mal, me digo, que también ves mucho cine, y sabes reconocer al instante uno de esos momentos en los que te revuelves en el sillón y te preguntas como es posible que ese tarado esté entrando en ese corredor de pavorosa oscuridad donde se han oído unos murmullos espantosos y donde han muerto ya todos sus colegas de universidad y las tres macizas que viajaban con ellos. ¡Pero vaya...!¡Si es justo lo que estás haciendo...!
Me quedo clavado. Es ridículo, pero me quedo clavado. Una vocecilla en mi interior se parte el culo y comenta que si Beowulf hubiera visto tanta televisión y tanto cine como para acojonarse imaginando cosas más terribles que el propio Grendel, el poema danés describiría una partida de cartas.
Y en ése momento, a medio camino entre CSI y la Matanza de Texas 2004, Cris se asoma a una de las ventanas traseras y grita algo. Al oírla me giro en medio de la vía férrea, olvidando las sombras que hay a mi espalda, y miro a lo lejos, hacia la carretera.
Una luz azul brillante se mueve rápida sobre el puente, a lo lejos. Aún a algunos minutos, pero en camino hacia el oscuro trance en el que me encuentro, llega, al fin, la Meretérica.