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09 febrero 2006

Estela de Plata

Devoraba kilómetros.
Era impresionante verlo avanzar en el prematuro amanecer de aquel cielo infectado, una aguja de plata flexible corriendo sobre un trenzado de acero. Cuando encendía sus luces era imposible mirarlo fijamente, corriendo a más de doscientos kilómetros por hora, dejando casi atrás el reflejo de sus propios focos. El diseño del mejor tren; un derroche de poder energía e ingenio, corriendo como una bestia en libertad condicional, pudiendo elegir su velocidad pero no el camino.
Tenía un Capitán, por supuesto. En otro tiempo -casi podía pensarse que en otro lugar- otros ferrocarriles habían trasladado cargas y multitudes a través de campos tranquilos y ciudades adormecidas. Tenían revisores que pedían billetes con voz monótona y maquinistas aburridos que la electrónica había convertido en vigilantes de una consola. En otro mundo.
Ahora todo era distinto.
Las ciudades que atravesaba estaban muertas. Los campos eran desiertos sembrados de hierros retorcidos y ruinas ennegrecidas. Las estaciones revoltijos de papeles chamuscados, los pueblos se habían convertido en fantasmas silenciosos de edificios muertos a través de cuyas ventanas, como bocas desdentadas, aullaba el viento. Una multitud de luces brillantes había descendido del cielo un amanecer, anunciada por trompetas apocalípticas que imitaban a sirenas de alarma. Después había llegado el fuego, un fuego abrasador que consumía la roca y el metal como si fuera papel. Y detrás vinieron las lluvias, y sus gotas estaban cargadas de partículas alteradas, pequeños asesinos que irradiaban una muerte invisible o un cambio aterrador en todo lo que nacía. Una guerra había comenzado y terminado en un instante, devorada por sí misma.
El Capitán se preguntaba a menudo, solo y pensativo en su puente bajo cielos plomizos, como era posible que el hombre, algunos hombres, hubieran sobrevivido. Y sin embargo allí estaban, intentando esquivar a la muerte con una organización férrea y una voluntad de titanes. Las explosiones termonucleares habían levantado millones de toneladas de partículas a las altas capas de la atmósfera. La luz del sol, su calor, apenas si podían llegar a la tierra. Al castigo divino de la radiación se unía pues el frío atroz de un invierno perpetuo.
Hielo y escarcha dominándolo todo, perpetua oscuridad sobre sus cabezas. Los amaneceres de aquel mundo de pesadilla gris ceniza eran como la penumbra de un profundo pozo. Sus noches, la nada total.
Había pues, que vivir en las sombras, pero había que vivir. En el Norte, en las islas volcánicas del Atlántico, gigantescos invernaderos subterráneos sustituían la luz del sol por luz artificial alimentada con energía geotérmica. Sus alimentos llegaban después al Sur, a las pequeñas colonias supervivientes que buscaban el escaso calor de los trópicos. Los barcos no podían navegar en un mar congelado de témpanos errantes, y en muchos lugares el fondo de los antiguos océanos desaparecidos era ahora un desierto inabarcable. Había pocos aviones. Sólo quedaba el ferrocarril.
El tren atravesaba un mundo en sombras como un atleta enloquecido con los ojos vendados. Llevaba un cargamento de semillas, medicinas para la colonia de cultivo, equipos médicos, maquinaria... y municiones.
Las ciudades en ruinas que por fuerza atravesaban las vías se habían convertido en una jungla de hierros retorcidos por la que vagaban los desgraciados descendientes de quienes no habían tenido un refugio. Muchos ya no tenían mente, y la mayoría apenas si conservaba un resto de humanidad más allá de la locura en la mirada. Las radiaciones habían transformado los códigos genéticos de una larga evolución natural en un caos cromosómico, pero los instintos seguían ahí, inalterables. Cuerpos ulcerados y cancerosos, alimentos contaminados, baños continuos de radiacn. Úlceras que nunca se curaban, heridas que producían un dolor constante. Dolor convertido en furia. Y odio. Sobre todo, odio contra los que se han salvado, contra aquellos que siguen siendo lo que se intuye dolorosamente que un día se fue, se hubiera podido llegar a ser. Odio contra quien no siente dolor. Y hambre, un hambre monstruosa.
El convoy había cruzado el Rhin tres días antes, dejando atrás los últimos fortines de un mundo relativamente seguro. Ahora se movía sobre la linea férrea en direccn Noroeste, rastreando continuamente lo que tenía ante sí. Catorce vagones de un blanco brillo metálico y dos pares de potentes turborreactores escupiendo fuego a popa, en el van de propulsión. En la cabina de proa, esbelta y ovalada como una bala de cañón, el Capitán y otros tres hombres tripulando la máquina desde su cerebro vivo: Un ordenador de viaje, dos pantallas de rastreo, los indicadores de la larga línea de sensores, paralela a la vía. Aquella línea de alerta había sido levantada con sangre y sacrificio. Informaba automáticamente de cualquier corte intencionado o accidental en la vía, calculaba exactamente el punto, tiempo y distancia antes de llegar a él. Los cortes solían ser intencionados, rara vez accidentes. Tres envíos no habían llegado aquel año a destino, ni regresado tampoco. Los equipos de rescate que habían reparado la línea sólo encontraron restos abrasados que dinamitaron para abrir el camino de nuevo. Nunca había cadáveres, los atacantes se los comían.
-Velocidad 225 -indicaba el piloto. El sol salió hace doce minutos.
El Capitán intentó captar alguna diferencia en el horizonte plomizo. Todos los cristales eran panorámicos, todos estaban blindados, ninguno recogía un solo rayo de sol. Se encogió de hombros como casi todas las mañanas. A sus hombres parecía gustarles saber que el viejo sol hacia el viaje con ellos. A él le daba igual. En su mente solo había una idea constante, y todas sus percepciones giraban en torno a ella. El nunca habla perdido un convoy.
Su orden al navegante fue casi un murmullo.
-Informe a Destino: llegada calculada en un día y medio
-Abriendo ventana de transmisión para el Capitán –anunció alguien a su espalda. Capitán. Hacia quince años que le llamaban así. Probablemente ni siquiera recordaban su nombre. A él le costaba trabajo. Era, simplemente, El Capitán. No hacía falta mucho más para aquella clase de trabajo.
UN estruendo llenó el aire a su alrededor, dándole casi una consistencia sólida. Se tambaleó. Un terremoto zarandeaba la tierra bajo ellos, y casi al instante una sirena de alarma lanzó un agudo lamento. Una docena de luces rojas se encendieron en la consola. Alguien gritó casi en su oído que la vía acababa de volar por los aires, justo delante de ellos. Supo que la razón de que se encontrara de pronto en el suelo con la espalda dolorida era que los frenos de emergencia habían respondido. Una voz fría, casi indiferente, llenó los altavoces.
-Linea interrumpida a veinte kilómetros.
-Retrocedan. Máquina a media potencia. Alerta de armamento –ordenó, tranquilo como quien pide un ejercicio de rutina.
La turbina auxiliar instalada sobre la cabina de mando giró sobre su eje al tiempo que los reactores de impulso se apagaban. Arrancó con un brillante resplandor, y comenzó a luchar contra la inercia gigantesca del convoy. Los raíles llenaron el aire envenenado de brillantes chispas y poco a poco la imponente mole comenzó a retroceder. El impulso alejó rápidamente al convoy de la nube de polvo grisáceo que se extendía por el paisaje desde el lugar de la explosión, y que se movía como si tuviera vida propia en el aire helado. Habían dinamitado la vía. Algunos aún podían hacer cosas así, y a menudo se encontraban depósitos de equipo militar bajo las ruinas.
-Alerta de combate -susurró el Capitán cuado la nube de polvo envolvió al tren. El silencio era tan imponente que un grito hubiera parecido una blasfemia. Una cascada de ruidos metálicos recorrió el tren de proa a popa cuando en los techos metalizados se elevaron los ejes hidráulicos de las cúpulas de tiro. El metal se deslizó sobre ocultos pivotes y los artilleros esperaron. Ya habían pasado por aquello otras veces. Sabían que no sería una espera larga. Los cañones de las ametralladoras calibre 50 salieron de sus fundas aceitadas, ansiosos por tararear su canción.
Hombres nerviosos pulsaron los mandos adecuados y comprobaron que las torres giraban y las armas subían y bajaban en sus soportes. Esperaron órdenes. Alguien habló en la cabina como si temiera despertarles.
-Ahí vienen.
Una horda de figuras oscuras se despegó de la tierra quemada y se movió en el interior de la lenta nube que los envolvía. El aire estaba saturado de polvo y escarcha, pero los detectores de infrarrojos no mentían, no podían ser engañados por la nube. Se oyeron débiles impactos en el blindaje.
De algún lugar entre la niebla surgió un estampido seco y profundo, y el Capitán sintió que el pelo se le erizaba en la nuca al reconocer el retumbar de un viejo cañón antitanque. Algo pesado y poderoso esta vez golpeó al tren muy cerca de la cabina, y no necesitó nada más para pulsar el micrófono de mando.
-¡Fuego…! –gritó, y esta vez no le preocupó que el miedo asomara en su voz -¡Fuego a discreción!.
Los cañones de tiro rápido llenaron la atmósfera de pequeños truenos. Barrieron las ruinas en torno a ellos, agujerearon cuerpos en movimiento y convirtieron en humo y polvo lo que antaño habían sido calles y portales.
Pero el sonido profundo y seco volvió a retumbar. Tenían un cañón, algo que no había ocurrido nunca antes. Y eso era malo.
Una torreta defensiva se convirtió en una pequeña bola de fuego. Pedazos de metal al rojo y esquirlas de huesos volaron con ella. Ahora ya sabían ya porqué los dos trenes anteriores no habían regresado. Una sirena lastimera comenzó a aullar muy cerca de la cabina, en el interior de un vagón, indicando que el aire contaminado había entrado en el tren.
-¡Busquen la posición de ese cañón y destrúyanlo! –gritó. Alguien repitió su orden en otro canal.
Las antenas no habían dejado de moverse desde el inicio del ataque, y a pesar de la radiación y las ruinas llenas de hierros retorcidos sabían qué buscar. Un artefacto metálico de media tonelada y muy caliente no podía esconderse entre la niebla. Los atacantes seguían en silencio, dejando que los pequeños aguijonazos de metal en el costado del tren hablaran por ellos. Las antenas oscilaron como cabezas de serpientes,
Los infrarrojos dieron con él muy cerca, entre dos paredes de piedra semiderruidas que flanqueaban la vía a unos cientos de metros.
Se oyeron nuevos chirridos metálicos. Una luz verde comenzó a parpadear en el panel, sobre el esquema del quinto vagón. Un eje articulado brotó cerca de la torreta, giró como la cabeza de una cobra lista para atacar. Un pequeño misil se deslizó sobre unos raíles. La estela de humo que dejaba era un hilo blanco sobre el gris del horizonte. En el lugar donde cayó surgió una extraña flor de pétalos ardientes que lo abrasó todo en un radio de unos cuantos metros. Cuando el rojo intenso se desvaneció ya no habla nada allí, excepto el brillo casi incandescente del metal recalentado y retorcido.
Tan repentinamente como había comenzado el asalto cedió. Sobre la tierra parduzca quedaron algunos cuerpos harapientos, visibles ahora que la nube de polvo se disipaba. Las cámaras de proximidad mostraron rostros que parecían máscaras y manos que casi eran garras. El color gris ceniza del polvo ocultó piadosamente las úlceras y las heridas. Con la muerte cesaba el castigo.
“Dios hace pagar a justos por pecadores”, pensó el Capitán. Los equipos de reparación saltaron a un mundo que ya no era el suyo cubiertos con pesados trajes de protección. Llevaban raíles nuevos para sustituir los hierros retorcidos de la vía, herramientas pesadas y mucha prisa. Tardaron menos de cuatro horas en reparar las vías dañadas. Sabían que alguien, ahí fuera, seguía contemplando el tren con avidez y rabia.
-En marcha -ordenó un hombre cansado.
El convoy tomó velocidad de nuevo, cada vez más rápido, cada vez más cerca del punto de destino. Llevaba quince tripulantes menos a bordo y habla ganado peso en dolor y cansancio.
No hubo más incidentes. Atravesaron ciudades fantasmales cuyos edificios ahuecados ofrecían albergue a extraños cuervos con alas sin plumas. Al atardecer, por un instante, la densa nube gris que cubría el cielo se rasgó, y un cielo sucio y herido dejó pasar por un instante la luz del sol. El paisaje se mostró entonces con crudo detalle, el barro brillante y ardiente y los hongos legamosos cubriendo el suelo donde no había asfalto; las extrañas plantas negras retorcidas y las nubes de moscas zumbando a la búsqueda de cuerpos donde inyectar sus larvas; las criaturas que se arrastraban, indiferentes, y los trozos podridos de seres imposibles que por un instante se habían arrastrado vivos sobre la tierra. Y entonces recordaron porqué solían pensar en la semioscuridad como en un piadoso regalo, y se alegraron cuando el cielo corrió otra cortina de nubes sobre las vías.
Al día siguiente llegaron a destino. El primer convoy en más de un mes. Vieron el puerto lleno de trineos de hielo gigantescos, y una costa sucia y gris más allá de la cual el hielo cubierto de cenizas se extendía aparentemente hasta el infinito. En la colonia excavada en la roca pudieron descansar algunos días mientras llegaban los barcos de alimentos que se abrían camino con bombas de ignición. Después las enormes máquinas descargaron los paquetes, y los hombres del tren comenzaron a removerse inquietos alrededor de la transferencia de carga. El cielo opresivo del Norte y la vista de la inmensidad helada los trastornaba, y las gentes de la colonia rocosa no tenían razones para ser habladores ni alegres.
Apenas había subido a bordo el último paquete los motores rugieron y el convoy tomó velocidad sobre la vía. Sabían que los ataques serían ahora más desesperados, pues los habitantes de las ruinas sabían que los trenes que corrían hacia el sur lo hacían cargados de comida sana, alimentos cultivados al resguardo del aire letal, lleno de enemigos invisibles.
El tren aceleró hacia el sur, dejando atrás las últimas luces del territorio amigo. Al pasar junto a los focos, su nombre brilló por ultima vez antes de sumergirse en la oscuridad. El Estela de Plata llevaba nueva torreta y un nuevo misil.
También tenía un Capitán. Nadie, tal vez ni siquiera él mismo, recordaba su verdadero nombre. Para todos era El Capitán. No hacia falta mucho más para aquel trabajo.
Era impresionante ver avanzar al convoy en el prematuro amanecer de aquel cielo infectado, una aguja de plata flexible corriendo sobre un trenzado de acero. Cuando encendía sus luces era imposible mirarlo fijamente, corriendo a más de doscientos kilómetros por hora, dejando casi atrás el reflejo de sus propios focos. El diseño del mejor tren, un derroche de energía, poder e ingenio, corriendo como una bestia en libertad condicional, pudiendo elegir su velocidad pero no el camino.
Devoraba kilómetros...

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No me entusiasma colgar cuentos en internet. Creo que el lugar adecuado para un relato, si merece la pena, es el papel, y si no se lo ha ganado, el cajón o el disco duro de cada uno. Colgar cosas en internet es demasiado fácil, y educado en la vieja tradición judeocristiana del esfuerzo y la culpa, las cosas demasiado fáciles no me hacen sentir bien.
Sin embargo sí me gustan los microrelatos, y en cierta medida creo que internet es más su hábitat natural, pues son un fenómeno creciente que la red ha favorecido. Por esta razón -y porque no me había dado tiempo a hacer una entrada como es debido -colgué en su día Samarkanda en este blog.
Después de la movida organizada con ese pequeño cuento creo que un relato a modo de compensación es lo menos que se debe. Estaba buscando uno lo bastante antiguo y lo bastante desconocido como para que resultara novedoso y que a ser posible no estuviera publicado y de pronto la actualidad vino en mi ayuda.
La movida de Irán y su escalada nuclear me recordó que la nuestra es la última de las generaciones de la Guerra Fría, y que muchas de las sensaciones y modos de enfrentar la vida que el mundo nos comunicaba cuando eramos niños serían hoy inimaginables para alguien nacido después de la Perestroika (hoy los temores son otros, distintos y quizá menos apocalípticos y por ello también menos literarios).
Este es un cuento de esa era distante, y también de un modo de pensar concreto, terrible y al mismo tiempo de una ingenuidad llena de ternura. Vivíamos con la amenaza de los misiles sobre nuestras cabezas (había tres apuntando a donde vivo, como supimos luego), y bajo la idea, hoy alucinante, de que el amanecer del día siguiente fuera mucho más brillante de lo que debía y a la vez el último. Bastaba que alguien, en algún lugar distante del mundo, apretara un botón para la traca final.
Y eso generó multitud de obras, novelas, películas y cuentos. Algunos de una extraña belleza, en medio del horror que relataban. Otros de una tristeza casi insoportable, como la película On the Beach. Y otros de una ingenuidad pasmosa, como éste mío. Sí, algunos pensábamos que alguien sobreviviría a pesar de todo. Supongo que teníamos que pensar eso para poder vivir asi...
Vuestro, afectuosamente
Skalagrim.
URL: www.stopdesign.com